Lo que menos soportaba de él era que me llamara “princesa”. Lo hacía con un tono apenas hiriente, como quien se corta la piel con una cuchilla de afeitar. Pero me gustaban sus patillas anchas y sus Waifarer de sol al estilo bluesbrothers; y yo, entonces, andaba en pleno naufragio por el accidente de Víctor, y el alcohol es un buen refugio. Tan bueno como cualquier otro.
Coincidimos varias veces por ahí. En mi cumpleaños me invitó al concierto de sus amigos: “Abismo” eran cuatro tipos, cuya edad sumaban siglos, empeñados en gritar inocentes lemas extemporáneos sobre la libertad y el amor. Pero en aquel antro descubrí el gin-martini y eso me salvó la noche. Me desperté tirada en el banco de un parque, resacosa y sin bragas; se las había llevado el muy estúpido.
Unos meses después le vi por última vez. Le encontré, ya borracho, en la puerta de una discoteca de verano. Ahogué sus insoportables disculpas con tres o cuatro margaritas hasta tener que arrastrarle prácticamente hasta el coche. Guardé las Waifarer en el bolso, le encendí el contacto, y sin ningún tipo de escrúpulos me despedí de él con un “a ver si te matas