Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

118. Éxodo

Las nubes negras, el viento del sur y ciertos dolores en los huesos de los ancianos pronosticaban lluvias después de muchos años. Ante la certeza mezclada con deseo, el pueblo entero se lanzó a sus calles y se dirigieron a la plaza para esperar. Cada adulto portó un par de cántaros, y los niños, que imitaban a sus mayores sin saber qué les aguardaba, cargaron pequeñas vasijas para recoger ¿agua?, sí agua caída del cielo. Se podría decir que iban a ser testigos de un acontecimiento histórico y, como tal, lo celebraban todos, todos, menos uno: el forastero mudo. El mismo que había envejecido atado al palo de un gallinero y que no acababa de morirse, andaba revuelto. Trataba el enclenque de hacerse entender con balbuceos, utilizando sus últimas energías, pero sin articular una mísera palabra. De esta forma lo contó, entre risas, el granjero que lo cuidaba, antes de que las chanzas de los paisanos le obligasen a amarrarlo en mitad de la plaza para alegrarles la espera. Así, cuando el cielo se abrió y la primera gota abrasó la carita de un querubín, el extraño desplazado, muy aterrado, al fin pudo gritar un poco tarde: «¡Me llamo Noé!».

117. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover

Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no es lo mal que funciona el transporte público, continuamente interrumpido por la imprevisión de quienes diseñaron el servicio y el dibujo de la ciudad. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no son las coladas arruinadas ni las riadas que te dejan perdidos los zapatos y los bajos de los pantalones.

Ni los coches, que da pena verlos. Ni los continuos resfriados.

Lo peor tampoco es que esto ni siquiera le vaya bien a los campos, como en principio pudiera haber parecido. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover sangre, cosa que no recuerdo haber dicho antes, son los charlatanes y los iluminados y los falsos profetas quienes, vestidos con sus túnicas de mamarracho, han tomado las plazas para anunciarnos, a voz en cuello (qué pesados son y qué entusiasmados se los ve en sus prédicas y en sus fatales preludios), que el fin del mundo está próximo. Y que sólo arrepintiéndonos de los pecados cometidos lograremos salvar nuestras almas del fuego eterno y, acaso, que deje, de una vez por todas, de llover.

116. EL VIENTO

Los crampones mordían el hielo y la hoja de acero del piolet, al golpear levantaba esquirlas de cristal. La ascensión por la canal no tuvo complicaciones.

Muchos piensan que sólo los locos son felices así.

Salir a cumbre fue enfrentarse cara a cara con ese tiempo del demonio. Las rachas de viento eran muy fuertes. Las máscaras de ventisca se empañaban y el hielo se formaba sobre la ropa.

Ahora sólo había que descender.

-Si Dios quiere, en tres horas estaremos tomando unas cervezas. -Grité.

-Creo que Dios no tiene nada que ver en eso.

-Eres un descreído, cabrón. -Reí.

-Yo sólo creo en el agua que esculpe la tierra, en el sol que vence al frío y en el hielo que rompe la montaña.

Levantó los brazos y en ese momento su cuerpo explotó en una nube de estrellas que el viento se llevó dibujando volutas. Sólo quedó el vacío.

¡Estaba alucinando! Esto sólo podía significar que sin ser consciente de ello, mi cuerpo estaba tendido en el hielo y se estaba congelando. Me estaba muriendo. Decidí continuar el juego de mi mente y bajé hasta el refugio.

Pero no, no era un sueño. Esto ocurrió hace cinco años.

(RELATO FUERA DE CONCURSO POR SER JURADO)

115. Diluvio

Desde el amplio ventanal, el pequeño grupo contempla como la muchedumbre es arrastrada por la corriente mientras siguen lloviendo del cielo mensajes de calma. Observan como a duras penas se mantienen a flote en medio del aguacero, aferrados a sus televisores, que continúan replicando las proclamas de un luminoso paraíso comercial; y se preguntan: ¿habrá más como nosotros en otras bibliotecas?

114. Desahogo emocional, Rosy Val

Después del ansiado toque de campana camina abúlico, con pies pastosos y arrastrando su mochila. Se topa con una formación de hormigas, las observa desganado. Finalmente resopla, y les habla, como confesándose…

“La culpa es de mi madre, y ese maldito mantel que me ha dejado sin propina, ¡con lo bien que salía el colacao en el de los chinos! Luego, con Susana en el bus, ¡se creerá, la muy tonta, que me importa que se siente con el imbécil ese del pelo rojo! Más tarde, la seño, histérica perdida… “a copiar cien veces, ¡las papeleras no se caen sin querer por la ventana!”. Y para rematar, en el recreo, con el  gilipollas gordinflón del Miguelón… “no puedo evitarlo, niñato, me pirran los bocatas de tu madre”.

Observa un cielo inquieto por la ventana de su habitación. Los truenos le aterran. Se quita las zapatillas del 37 y con una retorcida sonrisa mira sus suelas pringosas… “que se enteren todos de una puta vez quién es el más atrevido y el más fuerte”, masculla antes de caer rendido debajo de la cama.

113. Estudio (Ernesto Ortega)

A partir de 1977 los meteorólogos estadounidenses comenzaron a denominar a los huracanes con nombres masculinos, en lugar de utilizar únicamente términos femeninos como se venía haciendo hasta entonces. Tras más de tres décadas de estudios y análisis, el departamento de estadística ha podido comprobar que los efectos producidos por Amanda, Bárbara o Carmen no son ni más ni menos devastadores que los generados por Douglas, Eddy o Félix. Sin embargo, también hay datos que confirman que, pese a todo, Gilda, Hilary o Irene siempre acaban provocando, en el corazón de la población masculina de la costa Este, una extraña sensación de melancolía que se alarga durante varias semanas.

112. Pregúntale a Kitty

En época de tormenta el frío, la lluvia y el tedio reinaban sobre La Tierra. Las gentes usaban gorros, bufandas, abrigos, guantes y gruesas botas que les aislaban del triste mundo exterior. Por eso, cuando el sol brilló por fin, no supieron qué hacer. Nadie sabía qué hacer. Podríamos preguntarle a la maestra, sugirió una niña a su padre. Pero la señorita Kitty no halló solución alguna en los libros escolares. El cura leyó un pasaje de La Biblia según el cual vendría lo que estuviera por venir, y la alcaldesa comprobó en el libro de actas que cuando asumió el mando ya era época de tormenta. Desilusionados por no encontrar respuesta (y sentir un hambre atroz), decidieron ir a casa de los abuelos quienes, enterados de sus preocupaciones, les explicaron que en tiempos de sol brillante las gentes se preguntaban por lo que hacían en época de tormenta, y en la de tormenta, por qué hacer en la de sol brillante, en lugar de disfrutar de las maravillas que nos rodean. Padre e hija se abrazaron, bailaron, se engarzaron margaritas en el pelo y lucieron desde entonces sonrisas tan grandes como los cruasanes que los abuelos prepararon para desayunar.

111. Primer mundo

Siempre que llueve, el recién llegado sale a la calle. Antes de que el cielo desparrame el chaparrón, suele acercarse a la ventana y goza viendo cómo unas nubes se arriman a otras,  haciéndose una enorme y gris. Es entonces cuando toma su paraguas y abandona su techo durante un buen rato. Lo primero que hace es mirar al cielo y dejar que el agua golpee sus pómulos oscuros, como si fueran  lágrimas desorientadas que poco a poco van calando su ropa.  Y cuando siente que todo su cuerpo resbala y sus músculos están deseosos, abre el paraguas, lo pone del revés y permanece inmóvil mientras se va llenando y las raquíticas varillas tiemblan. Una vez que el agua rebosa las puntas, lo vacía en el árbol que tiene más cerca. Luego, vuelve a su casa, coge un puñado de paraguas envueltos en plástico y se resguarda, sonriente, bajo cualquier voladizo.

110. CUENTO DE VERANO

 

Yo había visto muchas escenas de película en que el chico besa a la chica aprovechando una tormenta. Están por el campo, estalla el cielo en tromba y corren a buscar donde meterse. Siempre encuentran una gruta o una cabaña abandonada, y la chica cae en sus brazos, aprovechado la laxitud del encontrarse a salvo mientras afuera las furias se enseñorean del mundo. Pero a mí con Paquita no me pasaba. Paseábamos, salíamos de merienda, nos sentábamos a hablar de nuestras ciudades respectivas, pero no caía ni una maldita gota. Yo miraba al cielo y me hacía ilusiones en cuanto unos cúmulos se aborregaban un poco y tomaban cierto tono oscuro. Pero, al poco el aire los deshacía en guedejas que se desparramaban como vilanos por el cielo inmenso. Ese verano no hubo ni una sola tormenta. Ni los más viejos recordaban cosa parecida. Así es que se acercaba septiembre y ya me veía, de regreso a las clases, con la nostalgia de lo no vivido pesándome en el alma. Menos mal que, el último domingo, pusieron en el cine “El hombre tranquilo” y la escena del aguacero nos pilló guarecidos muy al fondo del patio de butacas.

109. LUGARES COMUNES (Sandra Sánchez González)

Las cuatro gotas que caían se convirtieron, un segundo después, en una fuerte tormenta que descargaba agua y viento enérgicamente. El paraguas no podía hacer frente a aquella batalla campal, así que entró en la cafetería para refugiarse. Se sentó justo en la esquina. Al otro lado del cristal, un rápido desfile de paraguas ponía color al gris oscuro de la tarde. Pidió un café con leche y sacó su libreta de apuntes.

La camarera le trajo el café, e intercambiaron las típicas frases sobre el tiempo antes de que ella volviera a la barra.

Sorbo a sorbo, mi protagonista iba plasmando en su libreta la sensación de soledad que le producía aquella escena, hasta que al releer, se percató de los tópicos y lugares comunes: la tormenta, la cafetería, la camarera, el ambiente… Una escena cien mil veces contada y  mejor descrita por otros. Se enfureció. Ya no llovía.

Dejó el café a medias y se marchó.

Me levanté de la silla irritado. Al día siguiente, quiso entrar a recoger el paraguas olvidado, pero aquella cafetería, ya era sólo un papel arrugado entre mis manos.

108. De repente el niño

Miraba la tarde fundirse en el mar en un soniquete de bisagra oxidada. Pensaba en ese “ya entenderás” de mi madre que apenas servía para encajar piecitas de Lego. Supongo que así lograba zafarse de mí un rato; pero yo me quedaba calado de dudas y me fugaba, dando un portazo, en busca de resfriados con que preocuparla. Deseaba volar y crecer como una borrasca. Tanto y tan rápido, que un día, al llegar del trabajo, me topé sin querer conmigo mismo. Ni acerté a reconocerme: tenía el aspecto de un Golem enmohecido. Recuerdo que el mar ya había silenciado las olas y, aun así, noté un mareo de barco; como un desenfreno de rueditas dentadas. Me dio por huir, pero aquel titán abortó la fuga plantándose enfrente como un juguete sin pilas. Cerré los ojos y en esa foto-fija nos quedamos; justo hasta que, de repente, estornudé y él dijo “salud”. Desconcertado me retiré un poco para observarme mejor. Entonces caí en la cuenta… Me acerqué despacito y le pasé una mano por él cuello. Me invadieron cosquillas de antaño y me sentí liviano. Mucho. Esa noche, como nunca, disfruté de la risa de las estrellas sintiéndome pequeñito.

107. Vida en el campo

Ella era la menor de los hermanos y su salud era débil, por eso le tocaba llevarles la comida que madre preparaba en la casa, mientras el resto de hermanas y hermanos ayudaban a padre a cosechar, a aventar la paja y a pasar el trillo. Antes de llegar al lugar de la Fuente del Moro donde segaban esa jornada, el cielo se fue encapotando. Un gris compacto ocultó completamente la luz del cielo. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer y, en dos minutos, se desencadenó un enorme chaparrón acompañado de truenos y relámpagos. La pequeña corrió todo lo que pudo sin encontrar dónde refugiarse. El viejo roble le saludó agitando sus hojas desde el medio del trigal y ella acudió a su llamado.  Se acurrucó bajo sus ramas frondosas y resguardó el hatillo de la comida con su cuerpo. No quería que padre y los hermanos se enfadasen si les llevaba el pan húmedo. ¡Pobrecita niña! Allí la encontraron acurrucadita después de dos horas llamándola a gritos. El roble mostraba el interior de su tronco descarnado, y a sus pies, la pequeña parecía reposar con la cabeza apoyada en él.

 

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