Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

114. Desahogo emocional, Rosy Val

Después del ansiado toque de campana camina abúlico, con pies pastosos y arrastrando su mochila. Se topa con una formación de hormigas, las observa desganado. Finalmente resopla, y les habla, como confesándose…

“La culpa es de mi madre, y ese maldito mantel que me ha dejado sin propina, ¡con lo bien que salía el colacao en el de los chinos! Luego, con Susana en el bus, ¡se creerá, la muy tonta, que me importa que se siente con el imbécil ese del pelo rojo! Más tarde, la seño, histérica perdida… “a copiar cien veces, ¡las papeleras no se caen sin querer por la ventana!”. Y para rematar, en el recreo, con el  gilipollas gordinflón del Miguelón… “no puedo evitarlo, niñato, me pirran los bocatas de tu madre”.

Observa un cielo inquieto por la ventana de su habitación. Los truenos le aterran. Se quita las zapatillas del 37 y con una retorcida sonrisa mira sus suelas pringosas… “que se enteren todos de una puta vez quién es el más atrevido y el más fuerte”, masculla antes de caer rendido debajo de la cama.

113. Estudio (Ernesto Ortega)

A partir de 1977 los meteorólogos estadounidenses comenzaron a denominar a los huracanes con nombres masculinos, en lugar de utilizar únicamente términos femeninos como se venía haciendo hasta entonces. Tras más de tres décadas de estudios y análisis, el departamento de estadística ha podido comprobar que los efectos producidos por Amanda, Bárbara o Carmen no son ni más ni menos devastadores que los generados por Douglas, Eddy o Félix. Sin embargo, también hay datos que confirman que, pese a todo, Gilda, Hilary o Irene siempre acaban provocando, en el corazón de la población masculina de la costa Este, una extraña sensación de melancolía que se alarga durante varias semanas.

112. Pregúntale a Kitty

En época de tormenta el frío, la lluvia y el tedio reinaban sobre La Tierra. Las gentes usaban gorros, bufandas, abrigos, guantes y gruesas botas que les aislaban del triste mundo exterior. Por eso, cuando el sol brilló por fin, no supieron qué hacer. Nadie sabía qué hacer. Podríamos preguntarle a la maestra, sugirió una niña a su padre. Pero la señorita Kitty no halló solución alguna en los libros escolares. El cura leyó un pasaje de La Biblia según el cual vendría lo que estuviera por venir, y la alcaldesa comprobó en el libro de actas que cuando asumió el mando ya era época de tormenta. Desilusionados por no encontrar respuesta (y sentir un hambre atroz), decidieron ir a casa de los abuelos quienes, enterados de sus preocupaciones, les explicaron que en tiempos de sol brillante las gentes se preguntaban por lo que hacían en época de tormenta, y en la de tormenta, por qué hacer en la de sol brillante, en lugar de disfrutar de las maravillas que nos rodean. Padre e hija se abrazaron, bailaron, se engarzaron margaritas en el pelo y lucieron desde entonces sonrisas tan grandes como los cruasanes que los abuelos prepararon para desayunar.

111. Primer mundo

Siempre que llueve, el recién llegado sale a la calle. Antes de que el cielo desparrame el chaparrón, suele acercarse a la ventana y goza viendo cómo unas nubes se arriman a otras,  haciéndose una enorme y gris. Es entonces cuando toma su paraguas y abandona su techo durante un buen rato. Lo primero que hace es mirar al cielo y dejar que el agua golpee sus pómulos oscuros, como si fueran  lágrimas desorientadas que poco a poco van calando su ropa.  Y cuando siente que todo su cuerpo resbala y sus músculos están deseosos, abre el paraguas, lo pone del revés y permanece inmóvil mientras se va llenando y las raquíticas varillas tiemblan. Una vez que el agua rebosa las puntas, lo vacía en el árbol que tiene más cerca. Luego, vuelve a su casa, coge un puñado de paraguas envueltos en plástico y se resguarda, sonriente, bajo cualquier voladizo.

110. CUENTO DE VERANO

 

Yo había visto muchas escenas de película en que el chico besa a la chica aprovechando una tormenta. Están por el campo, estalla el cielo en tromba y corren a buscar donde meterse. Siempre encuentran una gruta o una cabaña abandonada, y la chica cae en sus brazos, aprovechado la laxitud del encontrarse a salvo mientras afuera las furias se enseñorean del mundo. Pero a mí con Paquita no me pasaba. Paseábamos, salíamos de merienda, nos sentábamos a hablar de nuestras ciudades respectivas, pero no caía ni una maldita gota. Yo miraba al cielo y me hacía ilusiones en cuanto unos cúmulos se aborregaban un poco y tomaban cierto tono oscuro. Pero, al poco el aire los deshacía en guedejas que se desparramaban como vilanos por el cielo inmenso. Ese verano no hubo ni una sola tormenta. Ni los más viejos recordaban cosa parecida. Así es que se acercaba septiembre y ya me veía, de regreso a las clases, con la nostalgia de lo no vivido pesándome en el alma. Menos mal que, el último domingo, pusieron en el cine “El hombre tranquilo” y la escena del aguacero nos pilló guarecidos muy al fondo del patio de butacas.

109. LUGARES COMUNES (Sandra Sánchez González)

Las cuatro gotas que caían se convirtieron, un segundo después, en una fuerte tormenta que descargaba agua y viento enérgicamente. El paraguas no podía hacer frente a aquella batalla campal, así que entró en la cafetería para refugiarse. Se sentó justo en la esquina. Al otro lado del cristal, un rápido desfile de paraguas ponía color al gris oscuro de la tarde. Pidió un café con leche y sacó su libreta de apuntes.

La camarera le trajo el café, e intercambiaron las típicas frases sobre el tiempo antes de que ella volviera a la barra.

Sorbo a sorbo, mi protagonista iba plasmando en su libreta la sensación de soledad que le producía aquella escena, hasta que al releer, se percató de los tópicos y lugares comunes: la tormenta, la cafetería, la camarera, el ambiente… Una escena cien mil veces contada y  mejor descrita por otros. Se enfureció. Ya no llovía.

Dejó el café a medias y se marchó.

Me levanté de la silla irritado. Al día siguiente, quiso entrar a recoger el paraguas olvidado, pero aquella cafetería, ya era sólo un papel arrugado entre mis manos.

108. De repente el niño

Miraba la tarde fundirse en el mar en un soniquete de bisagra oxidada. Pensaba en ese “ya entenderás” de mi madre que apenas servía para encajar piecitas de Lego. Supongo que así lograba zafarse de mí un rato; pero yo me quedaba calado de dudas y me fugaba, dando un portazo, en busca de resfriados con que preocuparla. Deseaba volar y crecer como una borrasca. Tanto y tan rápido, que un día, al llegar del trabajo, me topé sin querer conmigo mismo. Ni acerté a reconocerme: tenía el aspecto de un Golem enmohecido. Recuerdo que el mar ya había silenciado las olas y, aun así, noté un mareo de barco; como un desenfreno de rueditas dentadas. Me dio por huir, pero aquel titán abortó la fuga plantándose enfrente como un juguete sin pilas. Cerré los ojos y en esa foto-fija nos quedamos; justo hasta que, de repente, estornudé y él dijo “salud”. Desconcertado me retiré un poco para observarme mejor. Entonces caí en la cuenta… Me acerqué despacito y le pasé una mano por él cuello. Me invadieron cosquillas de antaño y me sentí liviano. Mucho. Esa noche, como nunca, disfruté de la risa de las estrellas sintiéndome pequeñito.

107. Vida en el campo

Ella era la menor de los hermanos y su salud era débil, por eso le tocaba llevarles la comida que madre preparaba en la casa, mientras el resto de hermanas y hermanos ayudaban a padre a cosechar, a aventar la paja y a pasar el trillo. Antes de llegar al lugar de la Fuente del Moro donde segaban esa jornada, el cielo se fue encapotando. Un gris compacto ocultó completamente la luz del cielo. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer y, en dos minutos, se desencadenó un enorme chaparrón acompañado de truenos y relámpagos. La pequeña corrió todo lo que pudo sin encontrar dónde refugiarse. El viejo roble le saludó agitando sus hojas desde el medio del trigal y ella acudió a su llamado.  Se acurrucó bajo sus ramas frondosas y resguardó el hatillo de la comida con su cuerpo. No quería que padre y los hermanos se enfadasen si les llevaba el pan húmedo. ¡Pobrecita niña! Allí la encontraron acurrucadita después de dos horas llamándola a gritos. El roble mostraba el interior de su tronco descarnado, y a sus pies, la pequeña parecía reposar con la cabeza apoyada en él.

 

106. Cazador de tormentas

Acaba de cargar el coche con todo lo necesario: cámaras, brújula, mapas, barómetro,… Su corazón pugna por salirse del pecho mientras acelera camino de la sierra. Hoy es el día.

Una primavera demasiado temprana se ha visto sorprendida por vientos fríos del norte y las nubes han comenzado a preñarse de truenos. Los primeros mammatus cuelgan del cielo señalándole el rumbo. Desvía el coche por una pista de tierra. Conoce perfectamente la zona. La adrenalina late en sus oídos. Se dirige al punto exacto donde nacen las tormentas: un monte al que su padre llamaba la guarida de las brujas. Allí, los vientos cálidos ascienden y alimentan cúmulos gigantescos, nimbos donde se gesta la ira de los dioses, justo sobre su cabeza.

Excitado, baja del coche y comienza a montar su equipo. Esta vez trae una videocámara, no quiere que se le escape. Respira hondo, paladea el ozono, siente los vellos erizados por la cercanía de la bestia. Las primeras gotas se desprenden del cielo. Al fondo retumba, la tormenta se acerca. Extasiado, se adelanta unos pasos en campo abierto, delante de los objetivos, y extiende sus manos rozando el cielo, dispuesto a cobrar su presa.

105. ORFANDAD (Yolanda Nava)

Por las goteras se cuela agua de lluvia.  Se pega a las paredes llenando de nuevos cercos los cercos de viejas humedades. Corremos de un lado a otro en busca de cacharros: baldes, cacerolas y el orinal de porcelana del abuelo, que con cada gota que recoge canta un clop-clop monótono y pertinaz. Los sonidos se mezclan con el estruendo de los truenos que hacen temblar a mi hermano pequeño entre mis brazos, está a punto de llorar,  no lo hará porque les prometió ser fuerte. Un rayo entra por los huecos que dejan las hojalatas de la ventana. Ilumina nuestros rostros de forma fugaz, exponiendo impunemente nuestro miedo, dejando al descubierto nuestra niñez adulta, convirtiendo las lágrimas que nuestro hermano no derramará, en un lago plateado titilando dentro de sus ojos. Recuerdo lo que ella nos decía en noches como esta, intento imitarla, pero mi voz titubeante no suena convincente y el silencio de después, ese que él llenaba con su tierno vozarrón, se espesa y se desploma sobre nuestras cabezas mezclado con la cal que cae del techo.

104. PURA DE PRADO (Edita N. T.)

Las tejas rotas dejan que los relámpagos invadan el cuarto. A Pura le cuesta abandonar el jergón. Antes de distribuir cacharros bajo las goteras inminentes, atiende a su hermana impedida, que llora hecha un ovillo rígido sobre el único somier.

-¡Cállate ya! Si no fuera por ti, me casaría con un millonario. ¡A ver si un puto rayo de esos te deja seca de una vez!

Es su manera de decirle que la quiere con locura.

Desde que el cura nuevo invierte las escasas pesetas del cepillo en pagarles el pan, pasan menos hambre. Dinero nadie les da, ya que Pura, de joven la más hermosa de la comarca, se lo gastaría en afeites o gafas oscuras que disimulen el ojo vacío.

Verano e invierno, mil harapos y sombrero protegen su piel de doncella cincuentona. A no ser que espere la visita de un pretendiente imaginario; entonces, broncea su cuerpo desnudo entre maizales y se viste elegantemente.

Cuando no puede más, nos visita. En casa, no sólo tiene asegurado un plato caliente, sino la ración de cordura necesaria para ir tirando. Mi madre la escucha con paciencia infinita; luego, le desmonta sus fantasías y la despide curada por unas horas.

103. RETRATOS DE PRIMAVERA (Nani Canovaca)

Me apetece ir a  coger un ramito de lirios de los que nacen junto a la Cueva del Agua, así que me coloco las zapatillas mágicas (esas que hacen que vuele por el campo) y me encamino al lugar deseado.  El sol calienta mi espalda y mi energía se desliza al ritmo de mis pisadas. Encuentro margaritas y florecillas, con ellas comienzo mi ramillete, ese que colocaré en el florero de cristal y gemas. Cuando llego a la cueva, me siento a descansar. El fresquito que sale me reconforta y con asombro, veo a lo lejos como avanzaban unos nubarrones que anuncian una eminente tormenta.  No me da tiempo a volver antes del chaparrón, así que intento buscar un lugar para cobijarme. No me queda otra que introducirme en la cueva, que húmeda y fría, tendrá que ser la que me arrope. Me mojaré de todas maneras, el agua se filtra por todos lados. En esto ando cuando suena un estruendo que se estrella allá en Rompezapatos y allí, entre el agua de dentro y la de fuera, disfruto de los paisajes que mi cámara fotográfica no captará, ya que se quedó sobre la mesa de la salita.

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