Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

63. IDEM

La capacidad de desarrollar máquinas tan inteligentes no le sirvió de mucho al prestigioso científico que se encontraba desquiciado siguiendo el rastro por la nieve de su androide. Los fines de semana se aislaba en su cabaña del bosque para disfrutar de los servicios ofrecidos por aquella réplica exacta que había diseñado de su difunta esposa. Técnicamente era perfecta, tenía miles de matices humanos y suplía con creces el vacío afectivo que dejó su mujer. Sin embargo, durante aquella gélida noche de invierno, se repitió lo que solía suceder cuando ella era de carne y hueso; tuvieron una terrible discusión y el científico la agredió violentamente. Sin derramar ni una sola lágrima, aunque programada para detectar las situaciones violentas, la cyborg salió corriendo de la casa al ver que se abalanzaba, todavía más colérico, al hacha de cortar leña. Pudo esconderse en lo más recóndito del bosque gracias al sofisticado navegador que llevaba instalado, pero resultó inútil, su agresor acabó encontrándola y le abrió la cabeza con el filo de aquella contundente arma blanca. Nadie dudaba de los avances del investigador en el campo tecnológico a pesar de que la historia volvía a repetirse.

62. El mar…

Antonio José nació en Huelva, y no podía negarlo. Amaba la luz imposible de sus cielos sureños, los atardeceres arrebatados, la marisma ….y  sobre todo el mar. Un dorado atardecer de playa se cruzó con Helga. Le hechizó su piel tan blanca y sus maneras suaves, y se lanzó a una historia tan arrebatada como los atardeceres. Y la siguió cuando ella tuvo que volver a Suecia, su país.  Le costaba adaptarse a los días sin luz, a la nieve constante, a una vida sin el calorcito de su tierra y su gente. Empezó a desaparecer a ratitos. Helga, preocupada, le seguía sin ser vista. Tras su rastro por la nieve siempre llegaba al mismo lugar: un promontorio cercano al pueblo, desde donde podía verse…el mar. Cada vez las escapadas eran más frecuentes. Mañanas de sábado, tardes de luz, incluso noches de luna. Un día, al volver de su trabajo, Helga escuchó el fandango favorito de Antonio, y una nota en la mesa, aún húmeda…”ya no tendrás que seguir más mi rastro por la nieve»

61. UNA MIRADA CERTERA

Llevaba horas siguiendo su rastro, el inequívoco estigma sobre los blancos copos, le excitaba, presentía que cada vez estaba más cerca. La escopeta desafiante, a la espera del dedo apuntador. Se aproximaba, con sigilo, muy despacio, se recrudecía su ansia. Temblaba. Un mínimo rumor le haría perder su trofeo, se desvanecería su tesoro.                                                                                                                                                                            Dormita en su mecedora. Ahora dispone de mucho tiempo y aprovecha hasta el último rayo de sol de la tarde.      Luna y Nube lo olisquean todo… hasta llegar a sus babuchas. Al abrir los ojos una tristeza asoma a su cara. Abuelo, le digo, ¡que ya ha llovido bastante! Lo sé, Lucía, pero no puedo evitarlo, estas juguetonas me devuelven aquella mirada… la de una madre aterrorizada más por el desamparo de sus lobeznos, que por su propia muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

60. En Familia

Iba a ser un fin de semana especial dedicado a él. Su primera vez en la nieve. Un regalo de cumpleaños diferente, a sus 80 y tantos años.

Todos sus nietos nos pusimos de acuerdo, cuadramos agendas, pedimos días en el trabajo y llenamos el hotelito rural.

Besos, abrazos, risas, brindis y una tarta enorme con muchas velas pusieron la banda sonora del primer día.

La excursión a la nieve en familia estaba programada para el día siguiente. Subiríamos unos pocos metros y le daríamos la sorpresa.

Pero la celebración y las risas dieron paso a la mañana siguiente a caras de preocupación y lágrimas. Uno de los primos más jóvenes se había adelantado, sin avisar, para dar una sorpresa dentro de la sorpresa. Una fuerte nevada le pilló en plena madrugada, sin móvil ni ropa de abrigo suficiente.

Intentamos ir tras su rastro por la nieve. Pero no teníamos equipos adecuados y los caminos se habían borrado.

Para cuando el equipo de rescate de montaña le localizó ya fue demasiado tarde. Encontraron su cuerpo enredado en una gran banderola de colores en la que, irónicamente, se leía ‘FELICIDADES’.

59. El invierno de Juno

Juno era un niño distinto. Sus compañeros lo sabían y se lo hacían saber cada día del curso. En el aula, maceraban bolitas de papel en sus bocas que aliñaban con saliva,  para más tarde expulsarlas con fuerza a su delgaducho y frágil cuerpo. En la pizarra las notas, que variaban de la insinuación al más explicito de los insultos, terminaban borradas por su gorra sustraída del perchero. Los recreos eran un poco más llevaderos. Paseando alejado de todos, trataba de imaginar cómo sería la convivencia en un mundo sin tantos prejuicios.

Un día en la hora del almuerzo se acerco a él un muchacho de rasgos desconocidos, su mirada era distinta y su voz agradable. Ya no se separaron. Ese invierno pasaron todos los recreos juntos, riendo, hablando, confesándose historias, rozándose con los dedos y besándose con el deseo. Una mañana fueron tras su rastro por la nieve para cogerlos desprevenidos,  prepararon pesadas bolas de nevada con gravilla, y al grito de sarasas les llovieron heladas e hirientes. Pararon cuando notaron que sus movimientos habían sido enterrados por la locura y la sin razón. Un mes después, con tizas de colores, siguen sus nombres en la pizarra.

 

58. SILENCIO BLANCO

—Se llamará Aputsiak, pues así debe ser —sentenció su padre mientras su madre lo alumbraba entre los crudos soplos de la tormenta.

Pero, a pesar de las señales, a sus tres años de edad el niño seguía reconociendo con dificultad no más de cuatro tipos de nieve, y de las once palabras que designan al blanco en la lengua inuit, él aún ignoraba seis. El verano en que contaba siete años, en la ceremonia comunal fue incapaz de seguir un solo rastro, volviendo con las manos vacías después de toda la jornada. Aputsiak era un descrédito para la aldea.

Cuando tuvo que participar, pese a las protestas del resto, en la partida de caza de quienes debían acreditar su madurez, él no regresó. Su ignorancia lo llevó a quedar aislado en una masa de hielo desgajada del glaciar, donde un oso polar lo devoró a placer.

Los otros jóvenes nunca llegaron explicar cómo no le advirtieron, aunque ciertamente nadie les preguntó; ni siquiera los padres de Aputsiak.

57. El turno de los sueños

Surgió descalza en el jardín. Vestía sólo un breve lienzo de lino que llevaba sujeto al hombro con un lazo. Con la cabeza humillada abrió los brazos en saludo al sol. Después levantó la vista hacia la ventana y sonrió complacida. Frente al deseo, la mujer comenzó a dibujar en el aire con su cuerpo de primavera.
La danza adquirió un ritmo cadencioso que a él le pareció un regalo.
Quiso ofrecerse más y giró arrebatada. Entorno a su piel de nieve flotaba la tela de marfil que, por contraste, parecía oscura.
Se dejó caer exhausta; tumbada con los ojos cerrados, sintió en el eco de la tierra las pisadas que anunciaban la recompensa.
Él deshizo el nudo que se interponía. Al descubrir la carne oyó un murmullo, entendió la invitación, y acarició con los labios el vientre de la joven.
Dejaba un rastro de placer entre las súplicas de anhelo. Se detuvo cuando presionaron en su nuca las manos de la amante.
Al despertar el hombre comprobó que entre aquellas dos paredes blancas siempre latía la vida. Entonces, ella le amó a su modo; y luego, en la cama, se quedó dormida.

55. Ver y callar

Deberías hacer lo mismo que yo. Ver y callar. Siempre callar. Que no sepan lo que piensas, lo que sientes hasta que se te haga una bola en el estómago.  –¿ y qué hago con esa bola?. La escupes en forma de tormenta. – ¿ y cómo se escupen las bolas llenas de palabras ?. Eso lo sabrás hacer cuando llegue el momento. Algunos matan, otros odian toda la vida. Otros corren hasta que se vacían completamente. Algunos se acuestan a dormir y se mueren. Otros se van a Canadá a cazar osos, van tras su rastro por la nieve esperando que en algún momento se vuelva roja. Entonces se desinflan de todas esas palabras acumuladas. Otros, como yo, las escriben. Así no tengo que matar, ni que odiar ni que viajar a Canadá.- ¿ y.. si dejo de pensar ? ¿ no tendré palabras que se me hagan bola? – Si dejas de pensar serás feliz.

54. Presagio

Quiso ver si la noche había dejado blancos los caminos y abrió apresuradamente la ventana. Al hacerlo, un carámbano cayó  delante de su cara y se clavó en la nieve. Le persiguió con la mirada y  al hacerlo, observó en el suelo unas huellas que rompían la uniformidad del paisaje invernal. Grandes pisadas partían del lugar donde se encontraba, pero que no podía divisar donde llevaban.  Se abrigó  y tras un momento de titubeo, comenzó a caminar siguiendo las marcas.  Notaba sus pies fríos pero anduvo hasta llegar al río. Las  aguas heladas permitieron que continuara sobre ellas el camino. No sentía el peso de su cuerpo y por un momento la pareció levitar. Ya en el otro lado, sobre la blanca, resplandeciente y llana manta de trapee, una rosa roja la esperaba.  Aceleró el paso y cuando llegó, extendió su brazo para alcanzarla. Al hacerlo se pinchó y el  dolor intenso la  hizo reaccionar.

Entre sueños escuchó:

-¡Venga perezosa! Tus deseos se han cumplido. Ya tienes los prados cubiertos de blanco y yo por fin estoy contigo.

Él dejó sobre su almohada una rosa roja y  a cambio, robó a sus cálidos labios un beso apasionado y vivo.

53. Encerrados

Tomas carrera  y das una fuerte patada a la puerta, pero no se abre. No con esas pantuflas. Si al menos llevases botas, te quejas. Golpeas hasta que tus puños gélidos enrojecen y sangran. Gritas otra vez pero ella no atiende a razones. Te ha echado fuera de la casa con prisas y sin ninguna explicación, abandonándote al albur de ese inmenso paraje helado. Necesitarás aún unos minutos para dejar de patalear y aceptar tu situación. Es la única cabaña en kilómetros, recuerdas, y temes por tu vida. La luna entonces aparece redonda y luminosa entre los pinos nevados y decides empezar a andar. Te ajustas bien la bata de franela, metes las manos en los bolsillos y te adentras en aquella espesura blanca tiritando de frío. Lágrimas de impotencia se cristalizan en tus mejillas. Tienes miedo de no sobrevivir a la intemperie, y de los lobos que según dicen merodean por el bosque. Lloras porque a esa mujer nada le importas. Pero no sabes que en esos momentos ella aúlla y se retuerce encerrada en la leñera de hierro —que ha improvisado de jaula— para no hacer a nadie daño, para que no veas en qué se convierte.

 

 

 

52. Glaciación o el valor de la familia

Cierto es que tío Arturo no es la más afable de las personas: su trato áspero en los días buenos y abominable tras una noche de aguardiente es solo equiparable a su halitosis legendaria. Además, suele aderezar sus comentarios hirientes con exuberantes series de flatulencias y eructos que, ejecutados de forma simultánea, hacen de él un ser extraordinario, digno de estudio. También es verdad que esta ventisca cruel aumenta su violencia hora tras hora, y que hace días que no encontramos leones famélicos, cebras moribundas o despojos de ñus, ni siquiera un pobre masái medio congelado; que ya no se divisan árboles en esta llanura azul y que, de no ser por tío Arturo, no hubiéramos sobrevivido a la última semana glacial. Pero esta mañana no estaba, había huido antes del alba mortecina. Y ahora vagamos tras su rastro por la nieve, una inequívoca huella coja de bota izquierda y bastón. Echo de menos a tío Arturo y sé que no nos portamos bien con él pero, para ser justos, tampoco nadie imaginó que se helaría el Serengueti durante un apacible safari fotográfico. Ni que los parientes más rancios tendrían un muslo tan sabroso.

51. SLOWLY.

La botella de ginebra estaba casi vacía cuando ella me pidió que bailáramos. Por la ventana se veían caer los copos de nieve, muy lentamente. Él, su marido, observaba la escena mientras acariciaba el borde de su copa.  Yo solo fui a hablar de negocios pero terminamos bebiendo y hablando demasiado, principalmente de unos asuntos bastante sucios, pero también de otras cosas, de nuestra antigua amistad y de ella. Estaba a punto de marcharme cuando él puso esa maldita canción. No nos quitaba ojo mientras apuraba su ginebra. Intenté separarme pero ella entonces se pegaba más a mí. Cuando noté su rostro cada vez más cerca del mío desee que la música no dejara de sonar nunca y que bailando nos fuéramos lejos, pero nada es eterno, lo sé muy bien. La música cesó de repente. Él seguía mirándonos,  yo hacía como que no me daba cuenta pero ella era consciente de lo que pasaba en todo momento. Afuera seguía nevando. No debía quedar ya nada de mi rastro sobre la nieve. Quise escuchar el sonido de los copos al caer y seguir bailando, muy lentamente, pero creí que lo mejor era marcharme. Y eso es todo señor juez.

 

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