Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

MAMIHLAPINATAPAI

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. Comenzamos el año con MAMIHLAPINATAPAI, el entendimiento con la mirada. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de MARZO

Relatos

OCT119. LA TERCERA CITA, de Luis Miguel Morales Peinado

Era la primera cita. Estaba nervioso. Quedamos sobre la acera, justo debajo de las ventanas del salón, a la hora en que la sombra se adueña de ella. Me asomé y vi cómo el sol abandonaba las baldosas, tres pisos más abajo. No pude, el vértigo se apoderó de mí. Quizá otro día, pensé.
La segunda, un tiempo después, fue en la bañera. El olor de las sales humedecido por la tibieza del agua me llamaba. Me sumergí hasta el cuello, saqué los brazos y, con la mano derecha, agarré con decisión la cuchilla que unos minutos antes había dejado sobre la banqueta. Una mínima gota de sangre resbaló por mi muñeca izquierda y tiñó la espuma. Nunca lo he soportado. El mareo me hizo desistir de nuevo.
Hoy, la espero. En una hora. Coloqué el bote lleno de pastillas sobre la mesa de la cocina, al lado de un vaso con agua fría.

CITA CON… LAS IDEAS

Ginette Gilart nos hace otra estupenda propuesta, muy distinta a la anterior… «morir por las ideas» es otra de esas citas con la muerte que terminan convirtiéndose en leyenda. 
Os dejo con las palabras de Georges Brassens.

OCT118. CRISIS EXISTENCIAL, de Juan Fuente (Barlon)

Llega un momento en que todo pierde interés.
Al principio competía con los demás, luego simplemente hacía colecciones y al final buscaba lo mínimo para sobrevivir. Hastiado, decidí seguir una alimentación equilibrada: verduras, ácidos grasos… pero no funcionó. Ni tampoco el senderismo ni la natación. Desesperado ingresé en un hospital, sin resultado. Hice yoga, risoterapia, tomé pastillas para la tensión, para los nervios, para la tos…y desistí. Finalmente los libros de autoayuda me vinieron bien. He de aprender a quererme y aceptarme como soy. Los intentos de suicidio han sido un tremendo error.
Me visto como puedo, sin prisa. Salgo de casa y con paso apurado me dirijo al asilo. Tienen la carne dura pero son mucho más fáciles de atrapar, y hoy la putrefacción de las rodillas me está dando la lata. Debe haber cambio de tiempo.

OCT117. FIEL INOCENCIA, de Calamanda Nevado Cerro

Aquella siesta se sentía muy caliente; era buen momento para un revolcón. Recordó la promesa aparcada de visitar a Elisa. De camino lo entretuvo la atmósfera mágica de algunos timbres; apuntó de los buzones nombres y direcciones de mujeres hasta encontrar el destello punzante de la luz, encendida, que iluminaba la ventana esquinada del salón de su amiga, entreabierta, como había pensado.
Desde allí era increíble mostrarse desnudo ante las chicas cuando transitaban la acera. Imaginó su interior; la cama grande, el sostén trasparente, y juguetes mágicos para sonrojarla.
Los labios de Elisa, dulces como su saliva, lo condujeron hasta el colchón. Se sumergió en ella. Ajeno a la muchedumbre de la avenida la mordió entre las sabanas; parecían buscar algo arriba y abajo. Elisa, con sus interminables besos, lo lamia pletórica; febril devoraba lentamente, una y otra vez, jiritas de jamón tierno hasta atragantarse.
Su deseo, nunca tenía prisa, la hacía sudar; la piel húmeda de las manos de ella le aferró los hombros. – ¿Recuerdas Daniel… como jamón sin parar? ¡Vuelvo a estar embarazada!−
Escuchaba a la bella Elisa, descansando su mirada en el suelo y en sus finísimos pantis; sumergido en la duda de si resistirían lo suficiente.

OCT116. ADIÓS, de Maria Luisa Terrero

Estaba un poco abrumada, jamás nadie me había tratado con tanta gentileza pero esta anciana era la dulzura en persona hasta me acariciaba suavemente mis largos cabellos y musitando me agradeció el haber venido a buscarla. Ella misma ahuecó mis alas, se acurrucó entre mis brazos y volamos hacia al infinito. La escuché suspirar y despedirse del dolor y de la soledad…Adiós, adiós!

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OCT115. ÚLTIMO ALIENTO, de Sara Lew

Noventa y cinco tirones de oreja; varias palmaditas suaves en la espalda y “que cumplas muchos más” a coro mientras apago las velas.
Alrededor de la mesa se agolpan los míos (hijos, nietos y bisnietos), tan pendientes del soplido ahogado e interminable con el que sofoco aquel cúmulo de años, que no reparan en que el deseo que pedí se eleva sobre la tarta hasta quedar suspendido a un palmo del techo. Sonrío. Ahora los observo distinto (hay otra luz en mis ojos nublados), y después de acariciar sus rostros me escabullo volando de la habitación, hasta perderme en lontananza.

OCT114. ¿DÓNDE ESTÁS?, de Carmen Aguado

Ahí estaba él, como cada 27 de Septiembre esperándome en nuestra playa. El viento sopla, yo corro hacia él descalza, pensando que me va a abrazar, que todo este tiempo ha merecido la pena, pero no, de pronto se desvanece al oír el choque de mis lágrimas contra el mar de otoño, ya no me acordaba de cuánto odiaba verme llorar.“¿Dónde estás?”, vocifero todo lo que mis pulmones dan de sí, pero el sonido de la muerte grita más que el de mis sueños, estará orgullosa, se ha llevado a mi destino antes de que yo pudiera tenerlo.

OCT113. HASTA QUE LAS MUERTE NOS SEPARE, de Miguelángel Pegarz

– Llegas tarde.
– He tenido lío.
– Tú y tus líos. Contigo nunca se sabe cuándo vas a llegar.
– Bien lo sabes.
– Bueno, pues yo me voy. Te dejo con mamá y ni se te ocurra moverte hasta que yo vuelva.
– No sé porqué ese empeño en que siga aquí.
– No empieces, que te conozco. Te he dicho que mamá no sale de aquí mientras yo viva.
– Tampoco veo yo tanto problema.
– Bu… Bueno, me…me… me voy. Haz… lo que quieras.

OCT112. LA MUERTE ERA BLANCA, de Raúl Ariza

Dani se murió de madrugada pero yo no me enteré hasta la mañana siguiente, cuando mi madre, pasando de puntillas por la noticia, nos lo dijo mientras desayunábamos.
Tenía mi misma edad, once años, y lo recuerdo siempre delicado de salud. Era enclenque y por el barrio siempre corrió la voz de que podía matarle cualquier esfuerzo. Algo malo en los pulmones, creo. Así que, sentado en una silla de enea a las puertas de su casa, Dani resultaba prácticamente invisible.
Sin ser amigos, yo le tenía sin embargo cierto aprecio. Me sentía muy atraído por su hermana Bea, un par de años mayor que nosotros, y eso hacía que le mirase con cariño y que de vez en cuando me parase a charlar con él, o le regalara algún que otro cromo de fútbol para el álbum.
Aquel día mi madre no nos dejó que bajáramos a la calle. Era sábado. Me pasé toda la jornada mirando por la ventana como se iban acercando vecinos y allegados, por aquello del pésame, a la tienda de ultramarinos que regentaban sus padres. Incluso vi llegar el coche fúnebre y como bajaron de él un féretro de color blanco.

OCT111. YO Oí CANTAR A LAS SIRENAS, de Ana Fúster

Habiéndome advertido Circe contra el letal canto de las sirenas, cuando la nave se aproximaba a su isla taponé los oídos a los remeros con cera. Luego me hice atar al mástil con bien calculadas ligaduras. Al percibirnos cerca, las sirenas comenzaron a entretejer sus voces en melífluo canto al que ningún mortal sabe resistirse. Veloz desligué los falsos nudos, me lancé al mar y braceé hacia la deseada muerte, que me liberaría de una vida odiosa en la insufrible Ítaca, un hijo al que no recordaba y una mujer cuya memoria ya no habitaba en mi carne. Pero la maga Circe, conocedora por sus artes de mis más íntimos anhelos, había urdido sabiamente su venganza: las sirenas, unas hembras monstruosas y velludas que hedían a pescado podrido, lejos de matarme, me usaron para procurarse placeres de modos nefandos hasta que se hartaron de mí y me abandonaron entre las olas, no sin antes haberme castigado con el don de la inmortalidad.
A veces aún despierto creyendo oir su canto, pero sólo es el móvil, algún cliente que busca los servicios de “Uly, musculoso, bien dotado, griego, sólo hombres”. Porque desde entonces odio a las mujeres. Y el pescado.

OCT110. EL ÚLTIMO DUELO, de Jesús Urbano Sojo

John Maxwell sabía que aquello era una cita con la muerte. Quedaban solo dos minutos para la puesta de sol. Apuró su whisky, saboreando todo lo que pudo aquel último trago, se colocó bien su sombrero, sacó brillo a su estrella de sheriff y se ajustó el cinto, donde su revolver con seis balas aguardaba. No importaba que fuera el mejor tirador de todo Coverwood, él solo era uno, ellos más de una docena. Por eso, cuando aquella tarde salió de la cantina y el Sol cegó sus ojos, se sintió vivo y orgulloso. Era mejor morir con dignidad, defendiendo a su pueblo, que exiliarse de la tierra que tanto le había dado. La banda de Harvey estaba allí, sonriente. John solo pensaba en llevarse a unos cuantos por delante, antes de besar al ángel negro. El sol, el polvo, el viento, el miedo de los conciudadanos mirando cobardemente tras las ventanas… todo parecía más nítido en ese momento.
-Sheriff.- Gritó Harvey. -Aún puede retirarse.
-Esta es una buena ciudad para vivir. Y seguirá siéndolo, porque no voy a permitir que vosotros, bastardos, os apropiéis de ella. Y sí, también es una buena ciudad para morir.

OCT109. AL CIERVO, de Begoña Rocandio Díaz

Llevaba tres horas trotando detrás del padre y no se le había borrado todavía la sonrisa que lucía desde su despertar. Mientras el sol asomaba tímidamente entre las hojas, se repetía una y otra vez con orgullo las parcas palabras que le había dicho su padre la noche anterior: “Tienes diez años. Ya eres casi un hombre. Mañana vendrás al ciervo conmigo”. ¡Al ciervo! ¡A nadie en su clase le habían llevado nunca! Tan ensimismado iba, que casi chocó contra la espalda del padre. El primer disparo lo oyó entero, seco, repitiéndose en sordina y penetrando en su pecho y en su vientre. El segundo lo vio, incapaz de separar su mirada de los ojos enormes y aterrados de la cierva, tapándose inútilmente los oídos con sus manos heladas y temblorosas. Un rayo de sol arrancó destellos de arcoíris en el costado sangrante del animal. Miguel no comprendía.
– Pero, ¿está muerto?- balbuceó
– ¡Ya lo ves! ¡Y con dos disparos sólo! – El padre sonreía satisfecho.
Lágrimas silenciosas se deslizaban por la carita del niño. Lloraba por la cierva muerta. Lloraba por su felicidad rota. Y odió a su padre que iba al ciervo. Y odió ser casi un hombre.

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