69. Escamada
¡Qué susto! ¡Y qué vergüenza! ¡Si hubierais visto cómo corrí! En un instante comprendí lo que sucedía y a la velocidad del rayo escapé de allí. ¡Ay, Dios! ¿Qué habrán pensado de mí? Pero ¿qué otra cosa podía hacer si ya empezaba mi cuerpo a transformarse? Pensé que no lo lograría, que descubrirían mi impostura y para siempre me enjaularían como a un absurdo y vulgar monito de feria. ¿Y qué creéis que hubiera sucedido entonces? Expuesto mi secreto a la curiosidad malsana de tanto entrometido, mi vida ya nunca habría vuelto a ser la misma. Sé que yo no hubiera podido soportarlo y por eso fue que me asusté tanto. Sí, me asusté muchísimo, lo reconozco. Y pese a todo… ¡Ay! ¡Haber tenido que huir de esa manera! ¡Quién iba a imaginarlo! Y justo, lástima, cuando mi plan rodaba ya a las mil maravillas. Aquella hechicera maldita tuvo la culpa ¡mira qué confundir el embrujo…! ¡Las doce campanadas pertenecen a otro cuento! Todo el mundo sabe que nunca −¡nunca jamás!− tuvieron nada que ver con el mar y sus sirenas.