Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

01. TE QUIERO, ALEXEI

Estudié en un colegio bilingüe hasta los diecisiete, y papá me pagó dos años en Oxford. A estas alturas puedo distinguir perfectamente a un británico por la dicción y ninguno de estos lo es. Creo que el resto de la banda son centroeuropeos, aunque pretendan ocultarlo usando el inglés. A él le llaman “the russian”, pero a mí me ha dicho su nombre. No es como el resto. Tan educado. Tan rubio. Tan… delicado. A veces me apetece decirle algo amable, cariñoso incluso. Cuando, por la mañana, abre la claraboya para despertarme y me desea buenos días con ese acento exótico. La prudencia con la que me desnuda y me viste cuando toca aseo. Ese gesto ingenuo de asombro cuando deja de vigilarme, hipnotizado por la hilera de hormigas en el piso. Cuando, tras retirarme la bandeja, me sonríe y me murmura cosas preciosas en su idioma, acercándose por detrás para aflojarme un poco las ligaduras de las muñecas.

94. Solución final

La risa me mata. Lo peor son las carcajadas incontroladas, esas me arañan el cerebro, desgarran pensamientos, aniquilan emociones, arrasan nervios y neuronas hasta que pierdo el control de los esfínteres.  

Trabajo en una biblioteca y al terminar doy largos paseos por el tanatorio. Me acerco, murmuro el pésame. Pocos familiares preguntan. Ninguno ríe. Yo abrazo sus penas, las respiro, me alimento con sus quejidos y sus lágrimas.  

Vivo con mi madre viuda, ni amigos ni novia. Cuando nos visita mi hermana pongo una excusa y desaparezco. Su risita histérica me resulta especialmente dañina.  Así he conseguido sobrevivir hasta que le ha dado por ser madre soltera y pasar unos días en casa. Para que mamá la ayude con el bebé.  

Mi madre ha dejado de ser sombra y silencio para transformarse en hiena desbocada. Ríe si el bebé hace pedorretas, si escupe la papilla, si agita el sonajero, si se queda embobado con el dichoso ajooo, ajoooo.   

Hoy las he sorprendido con entradas para una película de ese actor rubio que las vuelve locas, se merecen un descanso.  

Enfrentarme al bebé me asusta, pero me tranquilizo después de observarle durante casi una hora y comprobar lo frágil que es. 

93. EL ESPECIALISTA

Ha llegado Rosario. Gracias, Marina. Adelante. Disculpe, ya sabe que solo puedo subir por las escaleras. Qué bien poder hacer la sesión aquí y no en el parque. Gracias a usted. Bueno, tome las píldoras e intente pequeños progresos.
El siguiente. Antonio, ¿otra vez sin asearse? No puede venir así a consulta. Me cuesta horrores. Pues tiene que intentarlo. Es solo agua.
¿Quién? ¿Hinojosa? ¿Pero no venía mañana? Ah, que mañana es 18. Resérvale cita para revisión. El 5. Vale, muy graciosa. Que pase. Doctor, mareos y sudores todos los días pares. Es cuestión de tiempo. Debe afrontar esos días. Con un par… Perdón. Ansiolíticos días alternos y me cuenta.
Marina, ¿faltan muchos? ¿Elisa otra vez? Adelante. Doctor, cinco crisis la semana pasada. Cada vez que limpio el cuarto de mi hijo. ¿No había aceptado deshacerse del terrario? Sí, pero le dan pena las… las… ¿Arañas? Eso. Elisa, debe verbalizarlo. Y no limpie tanto.
Cuando termino la consulta ha anochecido. Ha sido un día duro, pero satisfactorio. Formamos un buen tándem, Marina y yo.
Lavo mis manos siete veces y salgo. Camino, intentando no pensar en Marina para centrarme en no pisar las rayas de la acera.
Marina, Marina, Marina…

92. Progresar adecuadamente

Las matriculas para la escuela de dioses se abrieron en junio. El profesor era un viejo dios griego con el mapa de Santorini en la cara,  que delataba su afición al oloroso. El aula reflejaba  la diversidad divina. Había un imberbe dios nórdico que se negaba a dejar su enorme mazo en la puerta. Un diosecillo africano cubierto con una piel de león siempre llegaba a clase con los pies manchados de tierra rojiza. Algunos se sentaban  en la parte de atrás con expresión huraña, incapaces de disimular su aversión por cualquier credo que no fuera el suyo. El primer día se trataron conceptos básicos, pero muy útiles cara a la vida laboral, como crear montañas, luz, o convertir agua en vino. Con el paso de las semanas algunos alumnos empezaron a preguntarse si  compensaba renunciar  a los placeres terrenales a cambio de inmortalidad. Abrumados ante la perspectiva de pasar la eternidad en un trono, algunos renunciaron. En las reuniones del AMPA  los dioses adultos  comentaron que la educación no hacía mejores a sus hijos, sólo más libres, y que era un arma tan poderosa como el rayo divino o las plagas de Egipto. Al año siguiente cerró la escuela.

91. Probabilidades

El terapeuta convenció a su paciente de que con un sencillo gesto dominaría su miedo con un noventa y nueve por ciento de éxito. Lo que no imaginó nunca el terapeuta es que descorrer unas cortinas sería el mísero uno por ciento que se llevaría a su paciente, de manera fulminante, a la tumba de la que se había estado auto protegiendo toda su vida.

90. El aroma de los curiosos

La nariz es sagrada en nuestra familia. Da igual que sea deforme y bulbosa, pues, como alguien escribió alguna vez, los rasgos se sacralizan por repetición. En ritual, al bebé recién nacido le comprobamos su nariz. Queremos reafirmar si ha nacido con la promesa del apéndice que nos identifica, y así celebrarlo. El paso de padres a hijos, de generación en generación, navega como una galera sobre el tiempo, y nuestra captura de olores la registramos como una gran memoria de los hombres. Y, quizá, gracias a la tradición, detectamos hasta el detalle más imperceptible: el hedor del plagiador hambriento, el vaho de los vacíos invernales, la rabia ante la cotidiana vulgaridad. Todo se aplica a nuestra pituitaria tan acostumbrada a reconocer presencias que coleccionamos como tesoros diminutos, como realidades irrecuperables. Por ello, amamos y odiamos, a la vez, a los que vienen a curiosear. Somos capaces de distinguirlos y de arrebatarles su aroma cuando se acercan, de recolectar la sensación única y remota, la de quien pretende olisquear entre nuestras líneas, fisgonear y copiar la fisonomía de nuestras anotaciones, dejando rastro de aquello que los define desde siempre.

89. SIN NOMBRE (Blanca Oteiza)

Acrofobia, astrafobia, coulrofobia incluso nomofobia. Por más páginas que lea o consulte en internet, no hallo el nombre a mi miedo. He leído denominaciones complejas en extensos libros, conocido fobias que ni imaginaba pudieran existir, incluso se me eriza el vello con alguna de ellas. Cada día me obsesiono más. No encuentro consuelo ni en bibliotecas ni en terapias. Llegué a encerrarme varios días hasta caer exhausto, rozando la locura. Deambulo como un superviviente apartado del mundo que me rodea. Comienzo a pensar que la deliriofobia me persigue y cada vez me preocupa más la atazagorafobia. He dejado de quedar con familiares y amigos, de celebrar cumpleaños o alegrarme de los éxitos del equipo de fútbol de la ciudad. Podría decir que he dejado de vivir atormentado por miedo a que se me atragante la fagofobia.

Derrotado me dejo caer en una esquina esperando conocer la verdad.

88. Fotofobia

No sabría precisar desde cuando tengo esa aversión. Diría que desde siempre. Mi primer recuerdo fue cuando encontré ese lugar en el mundo: cómodo, mullido, oscuro y acogedor. El acceso que daba al exterior apenas dejaba entrar la claridad. Lo que yo demandaba. Me acomedé y me sentí flotando. Aunque las especificaciones eran claras con respecto a la temporaliddad de la estancia, ya se iría viendo, –pensé- , sin muchas intenciones de querer abandonar aquel lugar.

Pasaron los meses y, si bien es cierto que notaba que me iba que iba quedando sin espacio, mi intención era no abandonarlo. Llegó la fecha de expiración del contrato. Mi casera que hasta entonces me había tratado con mucho cariño, empezó a perder la paciencia. Comenzó la hostilidad, los temblores en las paredes, los sondeos y el hostigamiento lumínico a través de la entrada, yo respondí dándole la espalda.

Lo siguiente fue el comienzo de las obras. Los operarios uniformados comenzaron a introducir las herramientas por la entrada hasta engancharme por la cabeza y, mediante succión, concluir con lo que llamaron alumbramiento. ¡Vaya si me dieron a luz!. Tanto que me cegaron, provocandome esta fobia con la que años después, aún sigo conviviendo.

87. INFRANQUEABLE

Escucho los sonidos que me llegan del exterior. El viento me trae los sones de su armónica. Sigue ahí, tocando para mí. El cartero me traerá sus palabras un día más. A él le llegarán las mías. Sus misivas traen el número de mi calle y mi piso, las mías el nombre de un parque. El contenido es siempre el mismo, sólo cambian las frases y, sin embargo, no cesamos de enviarlas, como si esos pliegos de papel fuesen misiles capaces de derribar los muros que nos separan, como si las paredes que me protegen fuesen a caer fulminadas por sus deseos de abrazarme; las mías no son menos y claman para que él venza su fobia y entre en casa. Somos dos prisioneros sin carcelero alimentados por la esperanza de dar con la llave que encaje en el cerrojo de nuestras celdas.

86. Una noche de luna negra

 

El tren se detuvo entre dos estaciones, la ausencia de sonido me despertó y el silencio era tajante, tanto que tuve miedo de haberme quedado sordo de pronto. Era una noche de eclipse, a lo lejos se veían unas luces titilantes como estrellas, parecían venir de un pueblo a medio habitar. El vagón dormía.

Creí escuchar el ladrido de un perro, sería el vigilante fiel de una de aquellas casas. Intenté abrir la ventanilla para aliviar mi angustia, pero no supe cómo. ¡Malditos trenes herméticos! Parece que viajamos en ataúdes con ruedas.

No soportaba más el silencio; no se oía ni una respiración, ni un aviso por megafonía, ni siquiera el sonido de los zapatos apresurados de algún revisor. Comencé a empujar con el codo a mi vecino de asiento (un hombre mayor sonriente que me robó espacio y aire al acomodarse en su sitio). Noté que se movía, pero no dijo nada.

Mi corazón latía frenético, saliéndose del pecho, y grité, pero ni yo mismo me escuchaba. Fue entonces cuando corrí por el pasillo, golpeándome contra las puertas de cristal hasta que perdí la conciencia. Cuando desperté no sabía dónde estaba, pero me alegró que hubiera ruido, mucho ruido.

85. El miedo sin nombre

Descubrí que todas las fobias tienen nombre, menos la mía: el miedo a no sé qué. Temo despertarme, dormirme, comer, tumbarme al sol, copular (sigo intacto)… Vivo atrapado en un miedo que no me suelta, que se alimenta de sí mismo y que crece cada día.

No sé dónde empezó todo. Tal vez fue aquel día en el río, cuando apareció aquella familia para hacer un picnic. Entre ellos, una luminosa chavala morena con trenzas. Me escondí, pero no dejé de observarla, el agua sobre su piel, las risas con su hermano cuando la salpicaba. La quietud de su cuerpo tumbado al sol, brillante, terso. Nada que ver con mi piel rugosa.

Cuando mi padre se acercó y murmuró: “¿A qué esperas? Ataca”. Un sabor amargo subió por mis fauces. Me hundí en el fango.

Desde entonces mi familia de aligátores me repudió. Vivo solo, encerrado en este miedo que no sabe su nombre. Continuo esperando volver a ver a aquella chica que podría haber estado en mis entrañas, pero que solo sobrevive en mis recuerdos.

84. Silencio roto

Tronquejo es un pueblo perdido de la mano de Dios. El azar lo llevó allí al desviarse para evitar una tormenta camino de Roma y, al ver que no había iglesia, repartió fobias entre los pocos habitantes que charlaban en la plaza como represalia.
El médico no soporta la sangre desde entonces y deriva las hemorragias al veterinario, un vampiro con gafas de sol que las hace desaparecer. Sin embargo, un repentino temor a la lana le impide curar ovejas si no están despojadas de su abrigo. Jeremías, el único pastor, las esquilaba con esmero hasta que apareció su fobia al ruido; la intolerancia a los balidos y al traqueteo ensordecedor de la esquiladora lo está dejando sin rebaño.
El padre Samuel llegó buscando una parroquia que no existía. Celebra misa en la bodega, lugar donde sobran los parroquianos. No le falta material para la consagración, aunque ahora se la salta debido a su inesperada manía al vino. Ha desarrollado también rechazo a Dios, más que por convertirlo en abstemio, por el trastorno que ha provocado en los demás. Sobre todo a Jeremías, angustiado a estas alturas por cualquier sonido. Tan feliz antes en el mutismo intacto de su sordera.

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