11. La ciudad de los doblones de oro
Ambarina abrió su cuaderno, disponiendo en fila sus lápices en tono amarillo. Su profesora le pidió realizar un dibujo representando un bosque con muchas flores, pero pintando únicamente las amarillas, pues el verano estaba asomándose tras los visillos de la primavera y con su llegada también lo harían las vacaciones estivales.
Comenzó su tarea trazando flamboyanes amarillos, árboles de guayacán coronados también de idéntico color, acacias mimosas y limoneros, conjuntando el horizonte con la alegría de sus cabellos dorados. Después fue creando una alfombra áurea tapizada de jazmines y nenúfares pajizos, orcanetas, girasoles y campanillas del mismo tono. Reservando un lugar especial donde colocar ramos de rosas con su semblante tan rubio como las trenzas que le peinaba su mamá. Luego dibujó a su hermanito Jalde, aún más blondo que lo era ella.
Un golpe de viento empujó la ventana, sacudiendo los postigos y atrapando su cuaderno, que salió volando por los aires. La niña no dejaba de llorar, entonces Jalde levantó sus manitas y haciendo de mago, tomó sus pinturas arrojándolas contra la pared, hasta que sus gotas se mezclaron y ensimismados descubrieron «La ciudad de los doblones de oro» con su inconfundible sonido al amanecer: cling, cling, cling…