137. TRAVESÍA, de Gineta
Tenía siete años, una mente traviesa para escapar de mis padres y los ojos llorosos de arrepentimiento. En vez de quedarme quieto y esperar a alguien, me había internado aún más en el bosque. No sabía donde estaba.
Entonces, la vi. Allí, menuda y pálida como un hilo de luna, la anjana me miraba con unos ojos que, a pesar de recordar a la perfección, soy incapaz de describir con palabras. No lo pensé dos veces y extendí mi mano, suplicante.
Al principio pareció dudosa pero, tras ver las lágrimas en mi cara, se acercó. Entrelazó sus dedos con los míos y un gorjeo alegre emergió de entre sus labios, consolándome. Caminamos entre arbustos y matorrales, inclinándose ella de vez en cuando para susurrarles en un lenguaje que no entendí.
Anduvimos durante horas; cuando anocheció, el destello de su cayado iluminaba nuestros pasos. Mis ojos se entrecerraron por el sueño, pero ella siguió andando sin soltar mi mano. Y soñé.
Soñé con cavernas de oro, duendes del bosque y sauces que hablaban. Y, al final del todo, una copa llena de felicidad.
Desperté con el sabor del bosque en la boca y una sonrisa en mis labios. Estaba en casa.