199. SUBIR Y BAJAR, de Enebro
Subir y subir escaleras ; eso es lo que hacía Alberto sin saber muy bien nunca a qué realidad le llevarían, a pesar de que ya las había subido miles de veces. Y luego bajarlas.
Cada vez que iniciaba la ascensión, una especie de congoja se apoderaba del interior de su garganta y si trataba de hablar, el nudo era tan grande que no era capaz de emitir un sonido reconocible.
Los diferentes periodos del día o las variaciones que cada estación conllevaban no lograban modificar esa conducta timorata. Y ni hablar de ascensores, que le hacían perder aún más el juicio.
Sus manos acometían esa sucesión de peldaños desde primera hora, sudorosas, dentro de unos delicados guantes blancos. Mientras, sus ojos iban entrecerrándose a causa de la incipiente luz que se colaba por las ventanas que le perseguían en su inclinado avance, y apenas podían ver la frondosidad del bosque vecino.
Y siempre el mismo final: “¡Toc, toc. Servicio de habitaciones, Señor. Le traigo su desayuno!”.
Por muchos años que llevara trabajando en aquel hotel rural, su timidez para con los clientes era un rasgo que ya todos admitían como parte de su personalidad.