227. MI BOSQUE, de Fagus
La luz se hizo dueña de la situación como acostumbraba y los fotones de su alma cuántica y célere empaparon de un verde vivo cada milímetro cuadrado de aquella extensión que mucho tiempo después me acostumbraría a llamar mi bosque. Había llegado la primavera y en las desnudas ramas de cada paciente árbol fueron apareciendo pequeñas protuberancias que brotaban deseosas de luz y de aire como minúsculos fetos de cien mil colores surgiendo de infinitos partos más propios de mamíferos que de seres vivos sujetos a la inherencia de la luz y el efecto fotoeléctrico. De entre las varias especies de árboles presentes en aquel bosque elegí un ejemplar de haya que, con seguridad era la especie más numerosa, para acurrucarme bajo sus ramas, en posición fetal, ya que quería evadirme del presente espacio-tiempo a través de prescindir completamente de la luz, vehículo de vida y desesperación. Tenía oído y leído que las hojas de un haya se disponen de tal manera en su espacio disponible que son capaces de recoger cada rayo de luz que invade al árbol para aprovechar al máximo la insolación. El haya se iluminó y yo me apagué, desapareciendo eternamente.