249. EL VEJESTORIO, de Fango
En mi juventud abundaban los bosques profundos y oscuros. Las copas de los árboles se perdían en las alturas y sus ramas eran tan frondosas que no alcanzaba el sol a rozar los helechos. Entonces mis piernas eran fuertes y mi ánimo alegre. En cuanto llegaba la primavera, los verdes montes me llamaban con voz de fiera por la ventana, llenando mi corazón de júbilo. Con la escopeta a punto, apenas podía esperar que mis obligaciones me permitiesen marchar, antes del amanecer, hacia la espesura, más negra que la noche. Tenía compañía, pero lo cierto es que en muchas ocasiones también fui solo, confiado y sin ningún temor.
Sin embargo, todo esto cambió con un suceso, a partir del cual me volví receloso. Ocurrió que una tormenta me pilló desprevenido. Lluvia y viento me azotaban a su antojo. Tiritando, no distinguía el sendero, resbalé en el fango y caí. Dolorido, giré la cara para zafarme de unas ortigas, cuando súbitamente, distinguí una cueva. Me apresuré a refugiarme y cási me caigo de nuevo, viendo a un vejestorio contrahecho frente a mí. Debí quedarme pasmado, porque me miró con enojo y me espetó:
“¿Qué estás mirando? Tú eres igual que yo.”