256. SANGRE DE LOS ÁRBOLES, de Ascomiceto
Tras el forcejeo, el hacha quedó a un lado. La dríade le miró fijamente a los ojos y le besó apasionadamente. Se separó de él con un salto acrobático. Tenía los ojos cerrados. Una lágrima surcó su rostro.
-Lárgate y no vuelvas nunca- le susurró con rabia contenida.
El leñador retrocedió a trompicones y en cuanto se recompuso, comenzó a correr sin descanso. Salió del Bosque Viejo, con las ropas y la piel desgarrada por el tojo y los zarzales y allí en el linde, supo que ya no era el mismo hombre.
Musgo y rocío. Verde castaño, bellota, hidromiel. Sangre de los árboles. Aquel beso le perseguiría hasta el final de sus días.