332. TRES AVISOS, de Diente de León
Un día que estaba pastoreando las vacas, Horacio decidió refugiarse del ardiente sol en el soto vecino, para descansar mientras pasaban las horas. Estaba bajo la gruesa y rastrera rama de un castaño centenario cuando escuchó la voz:
— ¡Horaciooo…!
Abrió los ojos, levantó la cabeza, pero no vio a nadie.
— Figuraciones mías —se dijo.
Momentos después, cuando ya le estaba cogiendo el sueño, oyó de nuevo aquella suave llamada, grave para una mujer, aguda para hombre, así la definía él cada vez que contaba la historia, siempre entre escalofríos.
— ¡Horaciooo….!
Se levantó, enfadado, dispuesto a apedrear al bromista empeñado en molestarle. Acechó por todas partes, detrás de los castaños próximos, en las ramas que tenía sobre su cabeza… Nada.
De nuevo pensó que tenían que ser imaginaciones suyas e intentó por tercera vez abrazar el sueño. Tampoco pudo conseguirlo.
— ¡Horacioooo….!
Se irguió de un brinco y corrió hasta el centro del prado. Temblaba. Buscó el sol. Con el repentino estruendo, las vacas se asustaron al mismo tiempo que él. El árbol bajo el que estaba se había abierto por la mitad: una parte quedó en pie, la otra cayó sobre el sitio donde él no pudo echar la siesta.