37. El hado
Vemos con alivio a la mosca desenredarse de la telaraña o al topo que, huyendo de un zorro, logra por los pelos alcanzar su madriguera. Y nos alegra que el depredador se quede por esta vez sin su almuerzo. Fijémonos ahora en ese polluelo de mirlo, impaciente por que regrese su madre con un gusano en el pico. Hambriento y sintiéndose preparado para el vuelo, va y salta fuera del nido listo para planear en el aire con sus alas recién estrenadas. Pero ¡ay! los dos muñones cubiertos de plumón aún están sin desarrollar, no se abren y cae derecho al suelo. Con suerte, ahí abajo habrá un colchón de hierba y hojas secas, su madre no andará muy lejos, oirá sus piidos, lo rescatará y lo llevará de vuelta a la seguridad del nido, quedando todo en un susto y una buena reprimenda.
Habrá sido una bonita lección para este polluelo temerario: en esta vida hay que tener paciencia. O habría sido si, en su caída libre desde la copa del árbol, no se hubiese golpeado con las ramas, rompiéndose todos los huesos, antes de estamparse sobre la tierra dura y seca justo cuando pasaba por allí una comadreja.
(Fuera de concurso)