408. SIN MIEDO, de Perenquén
Santiago tenía toda su vida orientada hacia la pendiente que desde su puerta subía a la montaña. Hacia abajo, justo detrás de su casa, empezaba un bosque que lo separaba del resto del mundo. Cuando lo conocí llevaba treinta años sin entrar en ese monte cerrado, aunque todas las mañanas disfrutaba mirando su verdor desde lo alto de la ladera. Me contó que de joven tardaba seis horas en atravesar el bosque para pasar con sus amigos una tarde cada semana. “Una dentellada, un maldito perro salvaje me hizo cogerle miedo al bosque”, me decía señalando su tobillo derecho, aunque yo intuía que me ocultaba algo más profundo que aquella mordedura.
Ahora su casa está vacía. Todo está como si acabara de marcharse: la cama deshecha y el tazón del desayuno todavía en la mesa. Esta mañana, una mujer que pasaba cerca me ha dicho que hace más de seis meses que no ve a Santiago, y que ella sabía que algún día el corazón lo llevaría de nuevo a aquel pueblo. “Ha sabido esperar, ojalá tenga suerte”. No me ha contado más, pero tengo la certeza de que Santiago dejó de tener miedo.