412. SENDERO, de Ojáncano
Cansado por la caminata, me senté en el suelo, reclinando mi vieja espalda contra el roble más colosal del claro del bosque. Su contacto me resultó similar al abrazo de un viejo amigo largo tiempo olvidado, pues la piel del gigante había sido sutilmente moldeada por los miles de cuerpos humanos que habían realizado aquel mismo gesto a lo largo de los siglos. Alcé la vista y percibí el tronco del roble como un sendero, una escalera que crecía y se ramificaba hacia el cielo, en algún punto hacia el corazón del árbol se encontraba el anillo correspondiente al año en que nací, un poco más cerca de la superficie el del año en que la conocí, durante una lejana noche de San Juan en ese mismo bosque. La corteza sobre la que me apoyaba señalaría en el futuro el año en que ella abandonó éste mundo.