50. UN ENCUENTRO, de Muérdago 2
Esa noche la luna lucía esplendorosa en su fría belleza. Las ramas desnudas de los árboles se alzaban al cielo para intentar en vano acariciarla; mientras, el misterioso aleteo de las aves y el corretear furtivo de las alimañas dejaban su poso de desasosiego en el ánimo de Cristina, que avanzaba penosamente a través de la espesura. Ya no le parecía tan romántico el paseo bajo el auspicio nocturno.
Estaba a punto de desesperarse cuando encontró una vieja cabaña. Sonrió, pues el humo de la chimenea delataba que estaba habitada. Confiada, llamó y entró.
Un decrépito anciano echaba leños a un hogar que crepitaba animosamente.
–Pasa, joven –invitó el hombre sin volverse–; ahí te quedarás helada.
–Gracias, creo que me he perdido.
–Suele ocurrir, este bosque tiene sus misterios… Ponte junto al fuego y caliéntate, hallarás en ese puchero algo de caldo –aleccionó el viejo mientras se retiraba discretamente a las sombras–. Sírvete.
–Ha sido una suerte encontrarle –comentó Cristina mientras llenaba un tazón–, me han dicho que el bosque está completamente deshabitado.
–Y no le han engañado, joven.
Estas últimas palabras sonaron como salidas de una tumba. Ella se giró lentamente, temblando. Estaba completamente sola.