585. LA ESCAPADA, de Ardilla Voladora
Tras seguir las vías del tren tropecientas millas, nos adentramos en los bosques y decidimos acampar allí. Pasamos la noche junto a una hoguera contando inquietantes historias, cazando estrellas fugaces. Un par de cigarrillos rulaban de mano en mano, tosíamos sin parar. Después nos venció el sueño, aunque el ruido de voces en la espesura nos obligó a establecer un turno de heroicas guardias.
Al rallar el alba reemprendimos la marcha siguiendo la senda del agua. Atravesamos pozas sin fondo, cascadas y remolinos; charcas infestadas de sanguijuelas. El mundo era hiperbólico, con una vivacidad de matices y misterios que nunca volvió a tener.
Regresamos asilvestrados, los pantalones raídos, con arañazos por todas partes. La reprimenda que nos cayó nos traía al fresco, adolescentes inmortales como éramos. Tan solo habían pasado un par de días y sin embargo, al regresar de aquella escapada, el pueblo se había vuelto más pequeño a nuestros ojos.
Al rallar el alba reemprendimos la marcha siguiendo la senda del agua. Atravesamos pozas sin fondo, cascadas y remolinos; charcas infestadas de sanguijuelas. El mundo era hiperbólico, con una vivacidad de matices y misterios que nunca volvió a tener.
Regresamos asilvestrados, los pantalones raídos, con arañazos por todas partes. La reprimenda que nos cayó nos traía al fresco, adolescentes inmortales como éramos. Tan solo habían pasado un par de días y sin embargo, al regresar de aquella escapada, el pueblo se había vuelto más pequeño a nuestros ojos.