64. Vida media de un animal doméstico
Lo encontramos en la puerta de casa, temblando, bajo el parpadeo de los relámpagos en una noche de perros, sin dueño, sin historia, sin futuro. Mi padre había muerto seis días antes, y mi abuela, que siempre encontraba mensajes ocultos en las desgracias, sentenció que lo enviaban las lluvias para curarnos de la soledad. Le puso Manolo, para honrar a su yerno, y pronto empezamos a girar a su alrededor como un tiovivo.
El cachorro crecía oliendo a café, a pucheros, a leche frita, a dulce de membrillo. Fue creando sus propias rutinas: dormir la siesta a la sombra de los jazmines, ahuyentar a las gallinas, seguir el rastro de las hormigas, observar las ropas del tendedero mecidas por el aire. Mi hermana aseguraba que era inmortal, por la viveza de sus ojos. Mi madre, que su mirada reflejaba nuestra decencia.
Una mañana se tumbó en el rincón más antiguo del patio y se desvaneció entre las grietas. Ahora, al llover, el barro huele igual que él y su aroma penetra en los huecos de la memoria, mientras nos abriga contra el olvido.
Un animal doméstico puede convertirse en parte de la familia, incluso en más que eso, en un miembro especial, diferente y querido, que siempre permanecerá en un rincón especial de la memoria.
Un relato entrañable, prosa poética para disfrutar.
Un abrazo y suerte, Pablo
Qué bonito, Pablo. Me encanta la descripción de las rutinas del cachorro, y ese final tan poético que diluye la tristeza.
Besazos.
Un relato para disfrutarlo. Enhorabuena.
Ay, Pablo, es precioso, no me canso de leerlo. Ojalá el resto de perretes que han aparecido por aquí encontraran una familia como la de tu micro.
Un abrazo y suerte.