709. LA CESTUCA, de Musgo 8
Algunas noches, merodeaba por las aldeas cercanas. Vestida de negro, con una cestuca bajo un brazo y sin los zancos de madera, la vieja caminaba silenciosa, tambaleándose en la oscuridad, hasta que entraba sigilosa en una casa. Al poco tiempo salía con el mismo andar oscilante y mudo, y era entonces cuando se dirigía hacia el bosque. Se adentraba lenta, y lo atravesaba con monotonía fría, hasta que finalmente se detenía ante la caverna y depositaba en el suelo la cesta. Se oía entonces un gemido hueco de dentro del agujero. Poco a poco, un hedor de animales muertos y madera podrida iba inundando cada rincón. La criatura asomaba aquella cabeza deforme entre las sombras de las ramas. Se acercaba arrastrando un cuerpo enorme, peludo, con multitud de dedos inacabados en las extremidades, y una respiración profunda de caballo exhausto. Se arrodillaba ante la vieja y le abrazaba los pies. La vieja acariciaba la cabeza, y la criatura desde abajo no se atrevía a mirarla con su único ojo. Los paisanos lo llamaban Ojáncano. La vieja, hijo. Después, la criatura cogía la cestuca y volvía a la caverna, mientras un llanto de recién nacido brotaba de la oscuridad.