74. A un paso de la gloria
Andaba don Miguel encerrado en un camaranchón tratando de consolar sus desdichas con la lectura de ciertos libros de disparatadas aventuras a los que su esposa deseaba prender fuego –pues harta inquina les tenía– cuando un griterío en la calle del Cristo encendió su curiosidad.
–¡Ven acá, maldito endriago! ¡Presto pagarás el mal que has cometido! –gritaba su vecino blandiendo una lanza oxidada.
–Téngase, don Alonso –suplicaba un gañán que vivía algo más allá. –No eche a la albarda la culpa del asno. Fue su galgo el que se lanzó sobre mi puerca antes de que ella, al revolverse, le diese semejante testarazo. Mire que si la hace malparir se instalará la negra hambre en mi casa como convidada de piedra.
Aullaba el galgo, gruñía la cerda y porfiaban los vecinos. En esto apareció Catalina rezongando:
–¿Dónde estabais, marido? Ni conseguisteis pasar a Indias ni custodiar los dineros de las alcabalas. Podríais al menos ocuparos del gobierno de la casa, que mucho me pesan sus trabajos. ¡Si al menos me hubieseis dado un hijo que me ayudara!
Escabullose Miguel aprovechando la confusión y, refugiado en su escondrijo, tomó la pluma y comenzó a escribir: «En un lugar de la Mancha…»

