81. Destellos
El último rayo de sol se filtra por la persiana y cae sobre sus ojos cerrados. Los abre. Mientras se viste, oye la risa del pequeño. Aún le dará tiempo a preparar la cena y dar instrucciones a Cristina para que se acuesten temprano. Es muy madura para su edad.
Antes de marchar, les da un beso.
No hay luna y las farolas dibujan círculos amarillos sobre la acera, camino del edificio de oficinas dónde trabaja. Hay un fluorescente que parpadea. A ella le da igual. Vacía las papeleras.
Amanece cuando termina la jornada. Compra pan caliente para los bocadillos. El de Cristina, de queso; el del niño, de crema de cacao. No los está viendo crecer. Su hija duerme todavía con el móvil entre sus manos. A saber a qué hora se dormiría anoche.
Hoy los acompaña al colegio. La maestra quiere hablar con ella.
Después irá a limpiar casas.
Cuando vuelve a la suya, moja una madalena en el café y baja la persiana fingiendo que es de noche. Se obliga a dormir. No oye a los niños volver de la escuela. La última luz del día se cuela por la ventana y cae sobre unos párpados cansados.
Tendemos a pensar que cerrar los ojos para dormir durante la noche es un gesto universal, que toda la ciudad descansa al unísono, sin pararnos a pensar en los profesionales que contribuyen, con una labor invisible, a que al día siguiente todo funcione mejor. Además de esta realidad, lo que late en el fondo de esta trabajadora nocturna es la pura necesidad y la soledad de una persona sola, pluriempleada casi en régimen de esclavitud, sin apenas descansos y con bocas que alimentar, con la sensación de que pierde momentos importantes que no podrá recuperar. Puede intuir o vislumbrar la vida que transcurre sin esperarla, a la que apenas tiene acceso, de la que solo le llegan esos hermosos «destellos» que dan título al relato.
Un abrazo y suerte, Anna