118. Guerra y pan
Jeremy había dejado de llorar. No eran lágrimas ya. Sólo unos brotes de humedad en las mejillas. Llorar a los 45 es un gesto noble, pensó. Los ojos quedan regados, el agua nos pertenece. La escopeta aún le transmitía calor, pegada a su regazo como un animal desvalido. Volvió a disparar y en un toque de buena puntería el coronel Ford cayó al suelo. Sus huesos macizos, cartílagos y vísceras, colgaban ahora en péndulo sobre el hombro de Jeremy.
El camino se le hizo largo. Barro y soldados muertos. Lombrices de tierra y babosas manchadas de sangre en los labios morados del coronel Ford. La boca entreabierta. Silencio y ausencia de latidos.
Unas horas a paso constante y Jeremy avistó su casa y las zancadas de los niños a su encuentro. Pequeños, despeinados, con mocos y manchas de resina, pies ennegrecidos por la falta de zapatos. Tardaron un instante en preparar la lumbre. Sonreían, aliviados.
Los primeros bocados resultaron insípidos y demasiado duros. Jeremy hurgó entonces entre las costillas del coronel y doró la carne a la lumbre por ambos lados. Los niños masticaron el filete con desconsuelo. Mucho mejor, pensaron, el estómago queda saciado, el pan nos pertenece.
Àngels García
Veo que el realismo de Tolstoi sigue vivo…
Un saludo
JM
El hambre, la hija de la guerra, muy bien retratada.
¡¡¡Qué bueno!!! El texto, el menú me da que no me va.
Crudo. Muy crudo. Hambre y guerras también lo son. Así que un reflejo perfecto. Mucha suerte 🙂
Àngels, como tu cuentas con destreza, en una situación limite cabe todo. Suerte y saludos