ABR128. LA HIJA DEL COMISARIO, de Oscar Rodríguez
Aparqué mi dos caballos junto al puente levadizo del reconvertido parador y blandiendo mi espada me encaminé a su encuentro. Mientras caminaba por un angosto pasillo flanqueado por oscuros caballeros y pulcras damas, me percaté de una mirada inquisidora, de su enfado por mi tardanza. Cuando llegue a su altura, señaló a una deslucida doncella.
Llevamos demasiado tiempo esperándote, y creo que tras tu desafortunada huida, es hora de que te adjudiques esta batalla, querido Alonso.
Escoltado por la policía, exterioricé: En realidad Don Lorenzo, estoy aquí, vestido de semejante guisa, ya que me ha sido imposible escapar de ellos y de su influencia.
Mediante una suave palmada en mi espalda, me poso al lado de su hija, la cual sollozaba al creerse abandonada, e indico al clérigo que comenzase.
Después de reverencias, bailes y viandas, dimos por concluida nuestra boda medieval. Al salir del parador, disfrazados en el asiento trasero del llamativo vehículo, Don Lorenzo dialogaba amistosamente con sus compinches uniformados. Fue entonces cuando mi alma de caballero penetró por el tubo de escape, acarició el vientre de mi particular Dulcinea y decidió que jamás volvería a cabalgar entre molinos de viento.
Creo que no lo entendí bien, Oscar. El final se me escapa.