113. La Mona
Venía los meses de frío y regresaba al pueblo en los meses de calor. Ese era su día a día. Decía que el invierno se le hacía muy largo y el otoño demasiado triste para estar allí sin nadie. Prefería estar acompañada esos meses en que todo es más corto y marcado. Estar con sus hijas e hijos, con sus nietos y nietas, con el pasado de cuando vinieron a intentar salir adelante y que dejaron atrás en el momento en el que cada semilla creció y se hizo fruto.
Al morir, al desaparecer su sombra, sólo restaron los recuerdos que había dejado, las sonrisas que se asentaron en la memoria y la tristeza por aquello que no recuperaría por la razón que todo y todos se había transformado.
Al arrojar la rosa sobre su ataúd, en ese silencio expectante, revivieron la anécdota de la vecina que llamó a la puerta una semana santa y preguntó si podía guardarle la mona hasta que regresara.
– Ay, perdóname, yo puedo guardarle una mascota, regarle las plantas o una carta pero ¿qué voy hacer yo con una mona en casa de mi hija? ¡Mejor quédesela que yo no puedo hacerme responsable de ella!
Nos muestras como en los momentos de duelo también hay tiempo para el evocación amable y espontánea, sin que ello suponga, en ningún momento, una falta de respeto, si no una demostración de afecto en su recuerdo. Enhorabuena, Marcel. Suerte y un saludo.
Un canto a la inocencia, Marcel. Felicidades
Marcel, un canto a la confianza y el exceso de ella. Bien contado. Suerte y saludos