122. ELA
La imagen especular me devolvió la mirada. Había un puente infinito e invisible entre aquellas pupilas que salvaban un espacio inconmensurable y un tiempo cruel.
-Todo está bien mamá.
El teléfono teje un silencio encima del lavabo apagando un llanto telúrico. Tras la puerta los coreutas danzan y recitan con grandilocuencia un texto magnifico que habla de impotencia.
-¿De verdad hija?
Hace dos días los dioses de batas blancas habían dictado sentencia. Inalterables y herméticos sancionaron mi destino. De su olimpo salí con la hebra del hilo de las Moiras entre mis dedos y el recuerdo de Antígona iluminó el neblinoso y sombrío camino del Hades. «Yo quiero elegir en qué momento entrar en el inframundo. Pero no me dejarán decidir».
Suspiro.
-Profe, muchas gracias por todo. Se la echa de menos.
Un grupo de alumnos apareció ayer inesperadamente en casa y el recuerdo de veinte años de profesión dejó de pertenecerme.
Ya nada es mío y este cuerpo, ahora fértil para los andamios, es la cárcel que el espejo plagia ¿Hay héroes que luchen batallas sin esperanza?
La conversación con mi madre se extingue y el teléfono muere. El coro eleva la voz y declama versos suplicantes de dignidad.