104. El benefactor (Juana Mª Igarreta)
Llamó a mi puerta una gélida mañana. Nos entendimos enseguida sin necesidad de palabras. Ella necesitaba un techo y comida. Yo, después de la desaparición de Nadia, estaba solo. ¿Por qué no volver a intentarlo una vez más?
Al principio, me alegró constatar que aprendía rápido. En pocos días tenía muy claro que en mi casa las cosas caras y las caricias eran directamente proporcionales. Pero ese júbilo pronto se tornó sospecha y me dispuse a vigilarla. La pillé con el diccionario abierto en la página de “socorro”. Recordé las palabras de mi madre: “No te puedes fiar de esas chicas del este, son todas iguales”.
Lleva días llorando, pero dudo de que su arrepentimiento sea sincero. Como vengo haciendo últimamente con cada una de mis protegidas, he llevado una muestra de sus lágrimas al laboratorio. Los resultados suelen ser infalibles. Espero que esta vez, después de tantas decepciones, esos incesantes mohínes de aparente aflicción con los que intenta ablandar mi dadivoso corazón, hagan honor a su nombre, “Verania”. En caso contrario, deberé contar de nuevo con la ayuda de mi abnegada madre. Tras la mirada de unos implorantes ojos claros pueden agazaparse las más oscuras intenciones.