100. El discípulo (Vicente Fernández Almazán)
Un día mamá encontró un brazo de mujer bajo la cama; era un brazo tatuado con medio corazón. Mi padre era mago y sabía hacer trucos con risas picaronas que convencían al público femenino para dejarse serrar así como así. Mi madre era su sufrida ayudante. El caso es que papá no supo qué responder cuando mamá le tiró el apéndice a la cabeza. Yo acerté a esconderme detrás del sofá, asustado, justo a tiempo para ver cómo mamá le arrojaba una sábana por encima al grito de vualá, ¡y mi padre desapareció! Aquello me pilló tan de sorpresa que empecé a aplaudir, justo hasta que mi madre me gritó que me largara al patio. Al rato llegó ella, a tender la sábana tan nívea como hechicera. Con gesto formal me dijo que ya tenía edad para bañarme solo y luego de quedarse un rato mirando el tendedero, me dio un beso. Olía a ternura y lejía. Cuando se fue, miré la tela ondulante desde donde papá me guiñaba un ojo en un pliegue: —Hijo mío —me dijo—, sigue practicando y no te preocupes que no le voy a contar nada a mamá.