79. La peluca
Tuvo la idea al contemplar los cientos de cuerpos desnudos y esparcidos por el campo de batalla. Despojados de sus uniformes por los «carroñeros», los cadáveres parecían lápidas en donde, en lugar de flores, se alzaban los matojos de pilosidad. El emperador dio la orden de depilarlos y, con los mejores ejemplares de pelo, recubrió su calva. Para el empolvado, el monarca se protegió el rostro con un cono picudo que lo hacía semejar un buitre. El peluquero pulverizó sobre el postizo una mezcla de harina de patata, polvo de arroz y antimonio para las ladillas. Al desvanecerse la nube de partículas blancas, el soberano admiró su crespa cabellera frente al espejo y acomodó uno de aquellos rebeldes rizos púbicos detrás de su oreja.