25. De cuando me sentí Rolex
Los niños tendrían que venir al mundo con una palomilla para poder darles cuerda o no, según —había dicho sin intención de molestar; bueno, miento, con intención de molestar un poco. Mis dos amigas con ojeras de madres amamantadoras me miraron en plan, pero tía, ¿de qué vas?… Sí, me merecía sus desaires ya que no tenía la menor idea de bebés. No los había querido cuando habría podido tenerlos y para entonces era demasiado tarde, lo que me excluía de la conversación. A continuación me dio por pensar en lo guay que habría sido que los relojes biológicos llevasen cuerda, así como el cerebro de mi jefe en la oficina, o como el motor del deportivo azul que se estaba aparcando frente a nosotras. Todo a mi alrededor llevaba ya palomillas. Mis amigas, por ejemplo, las llevaban en medio de la frente lo que resultaba un tanto ridículo. Cuando cavilaba sobre el lugar asignado a la mía, el hombre del coche azul se acercó a nuestra mesa para preguntarme si no era Julia. Pronunció aquel nombre con cuidado, como quien da cuerda a un buen reloj, despacio, recreándose en ello hasta notar que se endurece el giro de corona.