29 SAN MARTÍN, 1979
Mi aldea era una agonía lejana. Tenía casas blancas, analfabetos y una triste necesidad de tierra, lluvia y bestias. Sufríamos, además, cierto acostumbramiento a la muerte, pues solían perecer recién nacidos, parturientas, animales y cosechas.
A veces matábamos un pollo. Mi abuela lo degollaba y desangraba en un barreño mientras yo observaba sonriendo.
Cada otoño la matanza volvía todo rojo. El ritual de despiece, el desentrañamiento, el relleno de tripas… Delantales y brazos completamente ensangrentados. Pero el ambiente era festivo y los hombres bebían vino como ignorantes. Las mujeres acababan retirándose agotadas y a los machos les brotaba aquella mirada salvaje.
Un noviembre me sorprendió mi primera regla. Mi madre susurró algunos consejos. El día de San Martín yo ayudaba mientras los hombres bebían. Al llevar unos barreños al establo, un brazo abandonó la oscuridad para arrastrarme a ella. Me desgarró hasta desangrarme con su brutalidad, manchándolo todo. Sus manos me amordazaban. No podía verle pero sabía quién era. Olía a tierra rojiza y cebollas.
Desde entonces, cada año, durante la matanza, las fachadas del pueblo se tiñen de rojo y un hombre inocente muere degollado, desangrado sobre un barreño, mientras yo observo sonriendo, comiendo cebollas.
Las tradiciones son importantes en todas partes, más en los lugares pequeños, forman parte inseparable de su identidad y proceder colectivo. En un pueblo donde existe un «cierto acostumbramiento a la muerte», no solo referido a animales para la matanza, tu protagonista ha establecido una costumbre más que, una vez adoptada como natural, será aceptada por todos, uniéndose a las existentes, en una fecha concreta en la que la sangre de algún individuo egoísta y sin respeto pasará a engrosar el número de bajas. Imagino a esa joven eligiendo durante el año quién será el «agraciado», aunque tampoco hará mucha falta, ya se sabe que en los pueblos todo el mundo se conoce. Lo que a ella le sucedió ya no tiene remedio, pero en su fuero interno debe pensar que actúa de forma preventiva, eliminando de antemano aquello que puede causar que se repita la atrocidad que vivió. Solo ella sabe quién fue su atacante, nosotros podemos imaginarlo, (¿vez su propio padre¿), pero tampoco tiene mayor importancia cuando todos los posibles agresores pertenecen a una misma especie.
Un relato intenso, con muchos detalles y muy bien escrito, como no podía ser menos.
Un abrazo, Salvador
Muchísimas gracias, Ángel por tu fidelidad como comentarista de nuestros relatos ENTC… siempre a punto, siempre acertado, siempre generoso en palabras y cariños… Ayer subí mi relato «rojo» y unos minutos después ya tenía tu comentario, denotando dedicación en la lectura y esmero en el análisis y la redacción…
Ya te las he dado en el grupo pero quería hacerlovtambién por aquí… ¡GRACIAS!❤
Relato rojo de una España negra. Hiriente y real.
Salva, un abrazo.
Sin duda, esa es la mezcla de colores… el rojo de la sangre y el negro de la oscuridad, la incultura, el sufrimiento. Duele como todo lo que es violento e injusto. Muchísimas gracias Portu comentario, Pilar. Besos.
Buen micro, muy muy rojo.
Curiosamente la matanza es, para mi, lo menos rojo de todo lo que cuentas; me han podido siempre más los chillidos del animal.
Y cuando digo animal no estoy hablando de todos esos hombres que van desapareciendo poquito a poco, que conste. Eso sí que lo veo rojo rojo.