106. Horas calientes -Calamanda Nevado-
Antes de hundirse la coloración del ocaso anaranjado en aquel horizonte rojizo, el suave viento de la tarde mecía nuestros sueños. Las chicas confesaban que les gustaba el rojo Ferrari: -Es el color de la velocidad y la pasión, y añadían coquetas, levantándose y dejándonos observarlas como a pajarillos en las copas de árboles que pintaban de encarnado. -Vamos, se hace tarde-.
Teniéndolas cerca era fácil enamorarse. Caminaban bajo la puesta de sol descalzas por la tierra blanda, con las faldas y el pelo al viento, adivinando formas en las nubes deshilachadas. A nosotros, salidos en aquel momento, los rojizos brillantes del atardecer, imponentes y mudos, nos parecían mujeres muy escotadas, vestidas de rojo semáforo y lencería rojo cereza a juego; despertando ganas de bañarnos en el arroyo cargado de margaritas blancas y amapolas rojo geranio. Mientras las animábamos yo intentaba descender mis dedos entre los botones de la camisa rojo fresa de Paquita, mi novia. Al remontar la cuesta le regalé una cajita de música rojo mandarina, la abrió y colmó mis labios y la hebilla roja de mi cinturón de fantasía. El caso fue que tonteando no intuimos la envergadura de aquel largo beso ni su rojiza extensión.
La calidez del color rojo es el escenario propicio para la sensualidad. Bajo ese caldo de cultivo sobreviene de forma natural la búsqueda de la fusión física. Ya habrá tiempo para el esfuerzo, el llanto, la sorpresa o tantas otras circunstancias posibles. Tu relato refleja esas «horas calientes», tiempo de magia en el que abandonarse.
Un abrazo y suerte, Calamanda