110. El paraíso perdido
Llueve sangre. Con las alas arrancadas, no pueden volar los derrotados, aquellos que deberían morir y no mueren. Los cuerpos tocan la arcilla yerma, los empapados del líquido que hoy no arranca la vida. El sol, ardiente de sí mismo, no se pone nunca, su fuego no ilumina, su fuego abrasa y seca. Las aguas se hacen densas y hierven como el lacre. Huele a carne cruda.
Mueren los geranios, los claveles y las amapolas. En el suelo de óxido se abren bocas con dientes de jaspes mortecinos y de rubíes apagados, que enseñan lenguas de fuego crepitantes y escupen saliva de brasas candentes.
Los caídos saben ponerse en pie cuando todo termina. Se forman alas nuevas, crecen en ellos protuberancias animales. Pezuñas envueltas en duras cerdas. Brotan los cuernos, se alargan los colmillos, se abultan los músculos. Su piel estará para siempre hecha de la sangre que los ha hecho caer. Azael los guía a las bocas abiertas en la tierra. Entran. Están en su nueva casa.