64. Corazón tan blanco
Lady Macbeth presumía de la blancura de su corazón. Lo mantenía siempre níveo y helado: ella no había ejecutado ninguno de aquellos desmanes. Solo había deslizado inocentemente unas palabras como otras cualesquiera en el oído preciso. Solo había señalado dónde estaría el provecho que no todos sabía ver, dónde aquello que necesitaba ser cambiado si alguien se propusiera tomar de una vez las riendas de su destino. Por eso, cuando, por un estúpido accidente, su corazón sufrió una mancha, una salpicadura apenas de culpa, supo lo que debía hacerse. Le comentó a su cirujano de cabecera, como por descuido, la gloria ante la comunidad científica de semejante operación. Dejó que él mismo llegara al desafío del trasplante definitivo: un corazón de bebé latiendo en el pecho de una reina. Tan puro, tan limpio, tan incapaz del mal. Ya se ocuparía el verdugo, como si la idea hubiera nacido de su propia crueldad, de que el inadvertido donante lo entregara en condiciones.