113. Un bosque todavía en el desierto
Pisaba un suelo de celofán que emitía un sonido que llegaba a mis oídos como si el amanecer no fuera mudo.
Caía sobre sus hombros una cascada fluorescente que tan solo se atrevería a peinar el tridente de Neptuno en un día especial.
A la altura correcta, estaban las montañas mágicas que a mi edad tal vez no debiera mirar y mucho menos describir.
El aroma que desprendía a la canela del arroz con leche de mi abuela solo era para mí, los demás estaban en otra cosa.
Dos torres de mármol de Carrara la sustentaban mientras esa parte donde confluían se bamboleaba como olas yendo y viniendo de derecha a izquierda en un mar que me obnubilaba sin remisión.
Las notas de un piano, en una melodía robada a la hierba cuando el viento la agita, se fueron hacia mí.
–Ya ha acabado el tiempo.
Le entregué mi folio en blanco.
–¿No se te ha ocurrido nada sobre la soledad?
Sorprendentemente, una ráfaga nacida en los albores de la conciencia pronunció lo que podía atenuar la situación.
– Viene a ser algo así como una metáfora –y tragué más saliva de la que habita en una piscina pública veraniega.