134. Una perversa satisfacción.
Te observé con discreción cuando te vi en el funeral. Estabas radiante porque sonreías a menudo, como se sonríe cuando la muerte pasa de largo sin fijarse en ti. Eras el centro de las miradas por tu ausencia de luto y porque llevabas un vestido amarillo, precisamente aquel que acabó en la alfombra de la habitación cuando hicimos el amor por primera vez.
Mirabas al muerto con desprecio, inmóvil en su féretro, ese muerto que hace unos años se coló entre nosotros dos. El mismo que cambió nuestras vidas cuando te enamoraste de él. Mirabas al muerto con lástima porque la muerte se cruzó contigo pero se detuvo en su cuerpo. La enfermedad llegó sin avisar, se instaló en vuestra casa y ocupó su cuerpo.
Desde entonces te imagino hablando con el enfermo a cierta distancia, para asegurarte que la enfermedad no iba a escapar de su cuerpo para ocupar el tuyo.
Mientras te observaba en el funeral, sentí una perversa satisfacción al verte feliz con ese vestido amarillo, ese vestido que, posiblemente, nunca te pusiste cuando él vivía.