678. EL SILENCIO DE UN ADIÓS, de Ardilla 9
Aquella mañana las gotas de agua parecían copos de nieve a medio cuajar, danzantes y temblorosos, arrullados por las suaves ráfagas de viento helado.
La blancura del suelo del lugar, apenas rota por un par de pálidas hojas caídas, brillaba débilmente entre las motas de polvo.
El silencio era terrible, denso como el espeso pelaje de los ciervos e intimidante como la mirada de un oso. El rumor del arroyo se había detenido.
Enmudecidos los búhos y acallado el cricrí de los grillos, la muerte parecía fundirse con la vida, de tan grande que era la ausencia de sonido.
Sumergido en un océano de quietud, acariciado por la esponjosa cola de un zorro y mordisqueado por alguna oruga, me sentía anciano: este diciembre estaba acabando conmigo.
Mi tronco, más gris que blanco, más quebrado que vivo, sufría la dentellada del hielo. Me debilitaba rápidamente mientras el pesar atenazaba mis entrañas de madera: mi adiós romperá el hechizo de la paz absoluta.
Así, la muerte soltará la mano de la vida para llevarme y despertar a este bosque dormido que asiste a mi partida.