631. MI BOSQUE, MI CASA, de Madreselva 2
La sierpe del camino asciende entre el hayedo. Con dócil pesadumbre, los corimbos de algún serbal en flor se desvanecen. El olor del lentisco, el murmullo acerado del arroyo y un aleteo azul de mariposas le niegan el avance. La niñez la persigue, tan breve y tan remota.
Entonces conocía el modo de volver, la fuerza de los robles taciturnos, la amargura del tejo, la madriguera abrupta de los zorros, el silencio necesario a las luciérnagas.
Manuela cruza el puente de madera. El agua entre las piedras aúlla sin descanso. Una rama desciende y se desliza sin prisa por llegar a mar abierto, por perder en las olas su cordura, su sensación feliz de ser un árbol.
Se asoma a la corriente. Calla y duda.
También ella es la rama desatada, desgajada y marchita; también ella navega sin sosiego, la empuja el agua brava de una vida nerviosa a flor de piel. «Lo intenté», se convence. Mas, por mucho que Manuela regrese a la ciudad, ella es salvaje, sus deseos se bifurcan y entretienen cual tronco caprichoso de avellano. Y el corazón le late apresurado a la luz del sendero que pronuncia su nombre.