620. EL DUENDE, de Acebo
Tenía ocho años cuando empecé a sospechar que yo no era como los demás, los otros niños le tenían miedo al bosque, yo, en cambio, le rendía pasión, respeto y reverencia. Me gustaba adentrarme en él todas las tardes a la salida de la escuela y a medida que las hojas secas crujían bajo mis botas, mis pies se iban convirtiendo en raíces andantes, mis brazos en ramas y mi pelo en una corona de brotes verdes que se alzaban buscando la luz. Cuando me acercaba al arroyo mi apariencia de árbol se iba transformando en agua y acababa confundiéndome con su caudal corriendo ladera abajo hasta la fuente del camino, allí volvía a adoptar mi forma a la espera de que los últimos rayos de sol se recostaran sobre las hojas de las hayas, entonces yo emprendía el camino a casa y salía del bosque justo cuando en el cielo asomaban las primeras estrellas. Una vez me sorprendió la noche dentro y desde entonces mis orejas se volvieron puntiagudas y empecé a oler a tierra mojada. Han pasado cuarenta años y me siguen llamando “El duende”.