504. EL ERMITAÑO, de Hacha y Tajo
La pregunta le trepanaba los sesos. En tiempos de soledad, sin tentaciones, todo había resultado más fácil, con ayunos y rezos le alcanzaba; aunque muy a su pesar era un hombre aún joven, y brioso. Las complicaciones comenzaron con la visita de esa pobre señora, y del jovencito ciego: los ojos inútiles de éste ya repletos de luz y de vida, el vientre yermo de aquella no cesaba de parir. El bosque se había plagado de lisiados y decrépitos; también de mujeres. “Volveré por la noche”, había dicho sugestiva la condesa K., joven de escote abultado y hombros tersos. No pudo concentrase en las oraciones. Devoró con avidez la magra comida. Observó la llama de los cirios, los íconos. Estaba perdido. Se sabía indefenso frente los encantos de aquel ángel malévolo. Cuando el hermano lego vino a retirar la bandeja con el plato, le pidió que no cortara leña, él mismo lo haría; sólo que le acercara el hacha, y el tajo. Su confesor había dicho que la hermandad no veía con buenos ojos el uso del flagelo, sin embargo, jamás se había referido al eventual caso de una mutilación. ¿Se atrevería?