88. Sinsentidos
La noche ha caído sobre nosotros igual que lo ha hecho al despiste durante el día. Estamos tumbados en el barro como en los brazos de una amante incompetente que no sabe por donde la esperamos.
A mi lado derecho, a “El Sidras”, le sale de la bota el pulgar necrosado del que da buena cuenta una golosa rata sin que él sienta nada mientras se enfrasca en percibir los rasgos de su novia en una foto de la que se sabe cada mínimo detalle.
No tardará en venirle, desde algún lado, un buen golpe al roedor por ese “tú comes, yo también” en el que estamos hermanados.
A mi izquierda está “El Químico”, mi mejor amigo desde que llegamos a este mundo donde nada es lo que parece y el absurdo es la divinidad.
Más que rabia es enfado lo que siento con él. No se puede sacar la cabeza para otear y que te la revienten tontamente.
Parte de sus sesos están todavía en mi chaqueta. Esos mismos en los que seguro está la respuesta a lo que ahora no paro de dar vueltas: ¿Por qué mi madre me mandaba a comprar azulete para blanquear la ropa?