418. BRAVOS Y BRILLANTES, de Hayedo66
Teníamos la costumbre de subir a sentarnos en el adarve del muro que rodeaba la huerta de los padres de Martín. Allá, dominando ese pequeño mundo con nuestra mirada, solíamos compartir a menudo unos chorizos crudos con algo de pan que Chino sustraía hábilmente de la cocina de su casa.
Exceptuando al sonido del aire hilvanando vibrante las ramas del hayedo que se extendía ante nosotros, nada se oía desde esas alturas. Ni siquiera a nosotros masticar aquellos manjares con la boca tan llena que no cabía más en ella. Nos mirábamos, asentíamos con la cabeza señalando los chorizos y seguíamos disfrutándolos mientras nuestra atención se perdía a lo lejos, más allá de donde alcanzaba la vista.
El aire llegaba templado, tan confortable que invitaba a adormecer los sentidos, a cerrar los ojos y perderse en aquella placentera sensación: atronaba el viento a nuestros oídos, y nos parecía estar cubiertos entre sus brazos; no existía el tiempo, pues era tan extenso como aquél bosque que teníamos ante nosotros; ¿para qué medir y preocuparse de lo que tanto teníamos?
Nuestro pelo se agitaba bravo y brillante, iluminado por el reflejo dorado de todo aquello que veíamos eterno…
Muy profundo y poético.
Felicidades