315. LABERINTO, de Palosanto 2
Me perdí en un bosque de encinas, olmos y pequeños arbustos. Cuando trataba de orientarme, los búhos y musgos me regañaron diciendo que yo no era escritor. (Pensé que en algo tenían razón, pues si lo fuera, sabría salir del atolladero). Un zorro viejo, amo del lugar, recriminó mi falta de originalidad. Todos empezaron a ulular y con la caída del sol mi situación se tornó desesperante. Sabía que ya estaba casi en la mitad del bosque, luego empezaría a salir. Sólo debía esmerarme en no desesperar. Seguían diciéndome que no podría contar una historia en doscientas palabras. (Lograrlo sería salir del lúgubre acertijo). Pero pude entender que las ciudades, los bosques y los textos se conforman de seres necesarios: hombres, árboles y palabras; cada uno conservando su individualidad. Apareció entonces el árbol más grande que yo haya visto y con gruesa y grave voz dijo: —Ya estás saliendo de tu encierro, has pasado la noche intentándolo, mereces ver el sol del nuevo día.
Nadie lo creerá, pero los árboles se alinearon para permitir mi paso triunfante. Extenuado miré hacia atrás y quedé estupefacto: solamente había doscientas palabras en hileras, como una cascada, separadas por hierba, bellotas y algunas florecillas.