293. EL SENDERO DEL BOSQUE, de Luciérnaga 2
El sendero angosto que precede al bosque empezaba a ser su debilidad. Solïa recorrerlo a diario, decía que tenía un mágico encanto que variaba dependiendo de la hora en que lo caminara.
Pero no se quedaba ahí en la entrada sino que se adentraba cada vez, se quitaba los zapatos y los dejaba a un costado y cuando ese pequeño ritual estaba listo, recién entonces empezaba a caminar.
Cerraba los ojos y agudizaba sus otros sentidos, pisaba con autoridad las hojas resecas que le devolvían extrañas notas acordes según iban crujiendo, la humedad de la tierra y su olor jugaban un juego especial en sus narinas despertando sensaciones controvertidas.
Entonces hacía trampas a su intelecto y entreabría los párpados levantando la cabeza girando sobre sus pies. El efecto era mágico, sentía su falda elevarse al ritmo de sus vueltas y las copas de los viejos robles se entre cruzaban filtrando la luz como si le soltaran ejércitos de ángeles para acompañarla.
El sendero, el bosque y su infinita soledad empezaban a conformar una especie de cofradía secreta que le estaba permitiendo aferrarse con renovadas ganas a este mundo del que, últimamente, había empezado a perder interés por habitarlo.