283. EL BAILE DE LOS EUCALIPTOS, de Ninfa
Eloy detestaba decir adiós. Le ponía de mal humor despedirse de los huéspedes del hostal.
Antes de morir su padre sentía una curiosidad innata por las personas que venían al hostal. Se adaptaba con una facilidad natural a su forma de hablar, o a que le contaran su particular forma de ver la vida, pero una despedida rápida, mientras se bajaban unas maletas, le devolvía a su soledad, que se tornaba aún más profunda. Le dolía la certeza de que todo es temporal.
Una noche, completamente solo, el vacío impregnaba la piel de Eloy. Entró en el bosque de eucaliptos donde tantas veces había paseado con su padre. Las luciérnagas le iluminaban el camino. El viento movía los eucaliptos y según soplaba ese aire del norte, en una dirección o en otra, el aroma de los árboles, envolvía y arrastraba también, el peso de su tristeza. Su cuerpo parecía más liviano, y el oxígeno y la menta que exhalaban los árboles le hicieron levantar los brazos, meciéndolos para tocar el viento sanador. Toda la soledad y amargura se escapaban a través de sus manos, balanceándose, bailando con todos los espíritus solitarios a los que no tuvo que decir adiós.