203. LOS CUERVOS, de Cazador Furtivo
Aquel invierno de mala suerte, una bandada de cuervos, una enorme bandada salió del bosque para apoderarse de la ciudad. Era un invierno seco, oscuro, sin nieve; una interminable helada había petrificado tanto los edificios como las esperanzas de los habitantes. La crisis había mordido despiadadamente las porciones de comida en las mesas, los fuegos de las chimeneas, el dinero de los bolsillos. Uno, dos, cien, mil cuervos ocuparon con sus negras siluetas y su siniestro croar las ramas de los abedules de la Plaza Central. ¿Qué querían los cuervos? ¿Qué más agoraban?
Detrás del mostrador del bar desierto, Miguel miraba la tele. Toda la mañana habían transmitido la sesión parlamentaria extraordinaria. La agitación de los trajes oscuros, las agresivas e ininteligibles palabras, aquel confuso croar humano acentuaron su mal humor. Apagó la televisión. Sacó un puñado de monedas, tiró tres en el cajón y tomó del tarro un par de caramelos para sus hijos. Agarró la escopeta del patrón, salió del bar y empezó a disparar ráfagas de tiros contra los cuervos que, asombrados, echaron a volar por encima de la Plaza. «¡Atrás¡ ¡Atrás al bosque de donde saliste!» gritó, pensando: «…¡Sólo el inicio, miserables!…»