32. El tiempo de ayer (MVF)
Abre el cofre de las cartas para escuchar en las letras inclinadas otra vez las voces del ayer. Cada carta cuenta sueños, trajines, proyectos que quedaron por cumplir. Las pliega lentamente y va sacando sus fotos. Tal como eran. Tal como éramos -piensa- mientras el agua de la añoranza brota, y va surcando los pliegues de su piel hasta caer, como perlas de collar roto, entre sus dedos. No lloro- les dice a ellos- son estos ojos de vieja, cansados de tanto leer. La cara sonriente de su hermano le mira desde aquel lejano día del 49, sentado en las escaleras de casa, antes de alistarse en el ejército y desaparecer. Siguen sus dedos, como una rueda de naipes, barajando rostros. Allí están su madre y su hermana, Julia, tan pequeña, intentando asir la manguera para regar las plantas del jardín. Poco a poco, todos los rostros van dejando paso a uno en el que la anciana siempre se detiene más. Ahí está él. Guapo, pícaro, con sus ojos de hechicero, tan verdes como su juventud. Se fue una mañana en el auto, directo al cielo, sin que les llegase el tiempo para tener más hijos que los sueños de abril.
Las fotografías tienen la virtud de recuperar la forma exacta de los recuerdos, pasajes de la memoria que el tiempo desdibuja a veces en sus detalles. También tienen como propiedad, casi mágica, la de hacer que seres queridos y desaparecidos parezcan estar presentes aún, incluso en plena lozanía.
La familia de esta anciana desfila ante sus ojos, que no pueden evitar emocionarse, con ese agua que brota y resbala por los pliegues de su piel. Lo ideal sería, se tenga la edad que se tenga, mirar siempre hacia adelante, pero aquellos que tanto significaron y quedaron atrás pesan mucho. Las cicatrices del corazón nunca se borran del todo, no solo eso, se agigantan con la inactividad, propia de un estado físico que ya no es el que fue.
Un relato lleno de añoranza, el de una mujer superviviente, con un título que define muy bien la importancia del pasado, donde las fotografías juegan un gran papel, por ser inalterables al tiempo y soportes de personajes. El último de ellos, el gran amor, desapareció demasiado pronto y, con él, la ilusión de tener hijos.
Un abrazo y suerte, Manoli
Tu comentario, Ángel, me llega a las fibras, porque hay mucha miga en lo que escribo sobre esa mujer.
Siempre certero, has captado muy bien lo que quise decir. Eres un gran escritor con alma de psicólogo, porque sabes leer entre líneas y, seguramente, escuchar.
Gracias siempre.
Manoli, tu relato, además de estar lleno de imágenes que como fogonazos iluminan los recuerdos de la anciana, está cuajado de nostalgia y emotividad. Yo recuerdo la caja, de mimbre en el caso de mi abuela, en la que ella guardaba otros tesoros equivalentes a los de tu protagonista, otros pedacitos de vida.
Me has hecho convertirme en la niña pequeña que fui.
Mucha suerte, saludos.
En todas las casas, o en casi todas, hay una caja así, sea de mimbre, de lata o… a veces hasta un baúl. El tiempo nos conforma en ese puzle de personas con las que vamos creando lazos que nunca, a pesar de la distancia, se llegan a cortar, al menos mientras seamos memoria y/o consciencia.
Gracias por comentar, Paloma, y por hacerme un poco partícipe también de ese recuerdo de tu niñez.
Un abrazo.