142. TESTIGO, de Canarina
Volví al claro del bosque. Allí la había encontrado.
Los castaños contornaban un pequeño círculo y en la parte alta, un monolito marcado de antiguas inscripciones. La piedra era alta, casi como una persona, con tenues líquenes amarillos cerca de la tierra.
Por ella regresé. Por oír su voz ronca, de granito y magia, de sabiduría milenaria. Volví para escuchar las historias del bosque, del bosque que había visto crecer y morir, arder y volver a nacer, extinguirse para retornar siempre joven. Creí que estaba cansada de ser piedra, que tal vez le hubiera gustado ser ardilla, erizo, gorrión o ciervo.
Pero no, su orgullo era ser el testigo de la vida alrededor, de la mano agradecida de la naturaleza y de la cruel del hombre. Testigo eterno de las estaciones y los ritos, del fuego y la lluvia. Respetada por los árboles, era el cofre que guardaba los secretos que sólo ellos conocían, una relación que no me era dado alcanzar.
La acaricié largamente. Alrededor, el bosque de castaños, marrones por el otoño agitaba sus ramas, como un cántico a la roca que contenía el misterio de la vida.