138. BAJO LA LUZ DE LA LUNA, de Yedra
La luna ya había salido cuando me senté en mi piedra favorita, una gran roca que se yergue en el medio de un arroyo, y dejé que las aguas mecieran dulcemente mis pies. Hubo un tiempo en que, una vez al año los habitantes de las aldeas cercanas acudían al bosque para decorar los árboles con cintas de colores, el arroyo se teñía de escarlata con la sangre de los sacrificios y se celebraba un banquete del que yo siempre recibía la mejor parte. A cambio yo me encargaba de proteger a aquellos que se aventuraban en la espesura.
Pero ahora todo ha cambiado: las aguas del arroyo ya no son cristalinas sino opacas y las cintas han sido sustituidas por carteles de colores chillones. En cuanto a mí, ya hace siglos que nadie ofrece banquetes en mi honor, tan solo recibo restos de comida envueltos en papel de celofán.
Descendí de la piedra y contemplé por última vez los árboles a los que, como deidad protectora del bosque, he acompañado desde siempre. Dentro de unas horas, cuando salga el sol concluirá la primera fase de ampliación de la ciudad y mi bosque y yo nos desvaneceremos en la nada.